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Mar de historias

Hojas de la infancia

Historias prohibidas

E

ntre el mundo de los adultos y el de los niños había una frontera insalvable. Los mayores gozaban de muchos privilegios, entre otros, el de darnos órdenes, tomar decisiones por nosotros, elegir nuestra ropa, imponernos silencio o castigos y, si lo consideraban pertinente, excluirnos de la conversación: Niños: sálganse. Esto no pueden escucharlo ustedes.

Los menores, víctimas de ese autoritarismo, en la casa no podíamos oír las historias prohibidas –por lo general referentes a aventuras amorosas–, pero acabábamos por conocerlas en cuanto empezaban a convertirse en una más de las habladurías y chismes callejeros. Según iban pasando de boca en boca, a los acontecimientos reales se les agregaban nuevos detalles inventados por los sucesivos narradores. En consecuencia, los hechos se iban deformando y terminaban por ser irreconocibles.

Durante semanas seguían repitiéndose las historias prohibidas, pero de una manera cada vez más imprecisa, sin prestar atención a los nombres o grados de parentesco entre los protagonistas. Esos descuidos generaban una promiscuidad involuntaria, pero francamente escandalosa. Niños...

Al cabo del tiempo el episodio iba perdiendo color, como sucede con las prendas expuestas al sol durante mucho tiempo, hasta que caía en el olvido. Más pronto que tarde empezaba a circular otro relato escandaloso, otra historia vedada para los menores. Entonces, la tediosa vida pueblerina recuperaba dinamismo y en la casa los menores volvíamos a escuchar la implacable sentencia: Niños, sálganse...

Música en la noche

En el comedor había una mesa pequeña destinada a los niños. La compartíamos con Goyo. Lo llamábamos primo aunque no lo fuera, porque desde los dos años había vivido con nosotros: Isabel, su madre, lo dejó encargado con mi abuela mientras iba a la ciudad para hacerse unos análisis. Pasaron semanas sin que Isabel volviera. Entonces se convirtió en el personaje de una de aquellas historias prohibidas, según la cual se había ido para casarse con un comerciante de Lagos, y como él no aceptaba a Goyo a causa de su retraso mental, ella no dudó en abandonarlo. El relato terminaba siempre en lo mismo: Que una madre abandone a su hijo es cosa nunca vista, y menos si lo hace para irse de... Niños, sálganse. Esto no pueden...

Perpetua víctima del insomnio, Goyo pasaba las noches caminando de un extremo a otro del corredor, a veces gemía o interpretaba en su armónica tristes frases musicales irrepetibles. Aunque mayor, más infantil que nosotros, el primo compartía nuestras aventuras con entusiasmo y una dicha traducida en carcajadas, aplausos y saltos que lo ponían en riesgo de caer.

Después de la comida nos acompañaba al parque –si así podía considerarse el rectángulo polvoriento, siempre habitado por perros famélicos, indigentes con las manos tendidas en espera de una dádiva y desolados ancianos que aguardaban en las bancas de piedra el momento de volver a sus casas desiertas o de pedir refugio en el asilo atendido por las monjas oblatas.

De vuelta a la casa, pasábamos frente a la única juguetería: una tienda pequeña, más bien oscura, llena de tentaciones. Con permiso de Lidia, la propietaria, entrábamos para regalarle cacahuates y divertirnos con las monerías de Tití–la atracción del negocio–: un changuito negro, con ojos vivaces, ágil e inalcanzable.

Una tarde encontramos a Lidia hablando con un extraño. El hombre, al despedirse, le dijo: Sé que es mucho lo que te pido, pero comprende. Piénsalo. Regreso el viernes y me dices. Lidia sonrió y estuvo mirándolo alejarse. Sin pedírsela, nos dio una explicación: “Es mi hermano Rey David. Se fue muy jovencito para no sé qué parte de Estados Unidos. Ahora radica en San Luis. Quiere que me vaya a vivir con él porque está enfermo y necesita cuidados. Está bien; me iré porque es mi obligación ayudarlo. Lo malo es que allá no puedo tener a Tití. “Se volvió a mirar a Goyo y le dijo: Si lo quieres, te lo regalo.

A los pocos días Lidia partió. Su ausencia fue tema de otra historia prohibida. Todo el mundo dudaba de que se fuera a San Luis para atender a su hermano; en cambio, tenían por hecho que él era un... Niños. Sálganse. Ustedes no pueden oír...

Fue muy difícil obtener el permiso para alojar a Tití en la casa. Cuando al fin lo conseguimos procuramos instalarlo de la mejor manera y ceñirnos a las instrucciones de Lidia para sus cuidados. Los primeros días se mostró inapetente y pasivo. Mi abuela dijo que era natural. Aquí todo es extraño para él. Traten de animarlo. Nuestros esfuerzos fueron inútiles. La mañana en que amaneció muerto fue la misma en la que Lidia regresó al pueblo. Quería que le devolviéramos a Tití. Se lo entregamos en un cajita y, deshecha en lágrimas, presenció su entierro en el corral.

Luego surgió la historia de sus apariciones en la casa de Lidia. Unos aseguraban haberla visto, con Tití en brazos... Niños, sálganse. Esto no deben escucharlo ustedes.

La dulce compañía

La infancia jamás nos abandona. Nos trae recuerdos. Durante años tenemos la fortuna de poder compartirlos con personas cercanas: protagonistas o simples testigos de algún acontecimiento que al cabo de los años va cobrando y perdiendo detalles. Pero, inexorablemente, llega el momento en que esos compañeros de viaje van saliendo de la escena como histriones que, al terminar su actuación, desaparecen al fondo del proscenio. Entonces, ciertos objetos se convierten en nuestros interlocutores.

Celebro haber conservado la armónica de mi primo. Cuando la miro vuelvo a ver la casa, el pueblo, el parque, la juguetería, pero sobre todo a él, a Goyo. Me parece percibir el sonido de la armónica con que inventaba noches misteriosas, irrepetibles como su música. Oigo también la sentencia abominable: Niños, sálganse. Ustedes no pueden ..., pero no logro recordar quién la decía.