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Ver día anteriorDomingo 22 de diciembre de 2019Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El buen mentiroso
E

l arte de mentir. Comúnmente la noción de ligue amoroso a través de la red se asocia con los ímpetus juveniles. Los viejos anuncios clasificados en los diarios, donde una persona madura busca a su complemento sentimental con el noble propósito de compartir a lado suyo el último tramo de la vida, es algo ya obsoleto en los tiempos de la comunicación instantánea. Por ello, apenas sorprende que El buen mentiroso (The Good Liar, 2019), del neoyorquino Bill Condon (Dioses y monstruos, 1998), empiece con un par de los británicos septuagenarios Betty McLeish (Helen Mirren, formidable a sus 74 años) y Roy Courtnay (Ian McKellen, magistral a sus 80), ensayando en Londres, a través de un intercambio de mensajes por Internet, un tímido cortejo afectivo, proporcionando nombres falsos, biografías trucadas, conductas ambiguas, todo un cúmulo de mentiras en apariencia inocentes, para alcanzar metas inconfesables que poco o nada tienen que ver con un anhelo amoroso.

El muy rebuscado guion de Jeffrey Hatcher, basado en la novela homónima bestseller de Nicholas Searle, deja claro muy pronto que Roy, el seductor crepuscular, es en realidad un estafador profesional, y que en complicidad con Vincent (Jim Carter, el mayordomo de Downton Abbey), un abogado corrupto, se especializa en saquear las cuentas bancarias de viudas incautas, en especial de ancianas solitarias. La trama está plagada de pistas falsas, algunas ingeniosas, otras bastante burdas, que incluyen flash backs a un muy turbio pasado de Roy en la Alemania de la segunda posguerra, cuando pretendidamente se ocupaba de dar cacería a criminales nazis. Para Betty, la dama solitaria, quien todavía goza de atractivo físico y un patrimonio aún más estimulante, la revelación paulatina del novelesco pasado de su pretendiente es toda una invitación a la aventura, y a esas alturas de su vida, la tentación resulta irresistible.

El primer placer del espectador es disfrutar el duelo de actuaciones de Mirren y McKellen, muy justos cada uno en las cargas de malicia e ironía que confieren a sus personajes. La manera en que Ron se deja cortejar y consentir, como gígolo profesional, por una mujer menor que él, al punto de estrenar ropa nueva a cargo de ella e instalarse en su casa bajo pretexto de dolencias simuladas, desafía la credulidad, pero garantiza momentos de un humorismo siempre fino. Desafortunadamente, el guionista elige saturar la narración con tramas secundarias que termina planteando sin mucha sutileza, como las alusiones a los mutuos pasados de la pareja que bien podían haberse insinuado con mayor inventiva literaria. El segundo placer del espectador consistirá en ir descubriendo las duras verdades detrás de tanta mentira y simulación acumulada por el timador Roy, y por supuesto, esa estupenda vuelta de tuerca narrativa que tiene a Betty como maliciosa protagonista.

Cabe preguntarse qué placer puede obtener un hombre en el ocaso de su vida desvalijando a una mujer dispuesta a arriesgar por él su seguridad financiera. La respuesta tiene que ver menos con la venalidad del lucro que con una satisfacción un tanto cínica. “No se trata de la ganancia económica –confiesa Roy a su cómplice Vincent–, sino simplemente del intenso flujo de adrenalina que procura el juego”. Y efectivamente hay algo de adrenalina en los juegos otoñales a que se libran, cada quien a su manera, Roy y Betty, personajes que nunca son lo que anuncian ser ni tampoco terminan siendo lo que muchos espectadores esperan. El juego se llama seducción, y como toda empresa de este tipo, a menudo va cargada de duros cálculos de una parte y buenas dosis de autoengaño de la otra. Pocos actores serían capaces de sacar a flote, con igual fortuna, un guion tan desigual, para finalmente darse el lujo de brindar momentos de un humor muy afilado y un estupendo profesionalismo.