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La fiesta en paz

Los descubridores llegaron ya, pero una golondrina no hace verano

P

ositivos, lambiscones, publicronistas y demás alegres voceros del sistema taurino que hace tres décadas empuja la fiesta brava de México por el despeñadero de autorregulaciones, protagonismos, complejos, autoridades coludidas, comisiones taurinas decorativas, gremios mudos, dependencia de diestros extranjeros que figuran y un hacer las cosas de espaldas al público, de repente descubren que en nuestro país quedan toros bravos y toreros interesantes.

Lumbrera Chico escribió hace casi 20 años: “La peor prensa que se hace en México es la prensa taurina. Sus exponentes no se distinguen por su erudición, o por su buena pluma, o por su compromiso con la verdad y mucho menos por cultivar la pasión de la crítica. Cagatintas en el mejor de los casos, pontifican sandeces artículo tras artículo o columna tras columna… Parte de la miseria en que se debate hoy la tauromaquia mexicana se debe a la miseria moral e intelectual de quienes la exaltan en los medios de comunicación, con una actitud sumisa ante empresarios mafiosos, apoderados corruptores y figurines, a falta de figuras, que compran su barata lealtad por módicas propinas.”

Grandeza es lo que le falta a la fiesta de los toros mientras a sus acaudalados promotores les sobra dinero, no para estimularla y reposicionarla, sino para dar cauce a una dudosa terapia ocupacional, como si invertir sin rigor de resultados financieros ni taurinos bastara para apoyar una tradición de cerca de medio milenio en nuestro país. Conformarse con una asistencia semanal de 10 por ciento del aforo total de la Plaza México revela dos cosas: o no les interesa el negocio transparente a partir de la satisfacción del público, o no les interesa la fiesta brava a partir de la bravura del toro de lidia y la competencia de toreros en los ruedos.

La nueva empresa –medio siglo ocupándose mal de la fiesta de México– un buen día se acordó de reunir, en un cartel cuadrado, por supuesto, a dos buenos coletas mexicanos y a una ganadería con una idea clara de bravura, esa evitada por los que figuran, con la que el diestro tiene que sudar el terno y agotar neuronas si pretende hacerle fiestas a una embestida exigente y de riesgo notable. Y entonces los descubridores cayeron en la cuenta de que el arte de la lidia es algo más, bastante más, que poses y pellizcos ante animales bobos y tuvieron que unificar criterios con los comunicadores ácidos y negativos –quedan como tres– y convenir en que la fuerza expresiva del mexicano José Mauricio –el sello de lo intemporal– y la tauridad de las reses de Barralva, una de embestida clara y otra de acometividad incierta, exhibían de cuerpo entero a un sistema taurino sustentado en el amiguismo y los intereses de unos cuantos.

Lejos de cuestionar a un empresariado sin criterios éticos de autorregulación pero apoyado en maternalistas veedores de toros a modo y en desastrosos veedores de toreros con probado potencial, los descubridores valoraron a José Mauricio, que no había sido relegado sino que resurgió como ave Fénix y no por su vocación a pesar de tanta zancadilla. Y las preguntas obligadas: ¿cuántos José Mauricios hay en México esperando ser tomados en cuenta por un sistema taurino obstinadamente colonizado e importador? ¿No va siendo hora de buscar, promover y estimular toreros y ganaderos con la vigencia de lo verdadero?¿Podrán aplicar a su opaco negocio taurino alguno de los métodos probados en sus empresas exitosas? Si sólo los mejores alcanzan el éxito, ¿a quién beneficia una gestión taurina fracasada?