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Puntos sobre las íes

Recuerdos // Empresarios (CXVII)

¿H

abrá algo que se compare?

Según Conchita, saber que un toro es bravo y que se puede torear a gusto, es único. Se corre hacia él, se le da el primer lance de tanteo, largándole el capote muy bajo, para recogerlo, dándole tiempo para que, a pesar de la velocidad que lleve, se fije en el manto rojo que tiene por delante sobre la arena. Al otro lance se le deja pasar más cerca. ¡Qué sensación maravillosa es la de dominar suavemente una embestida en castada en el primer tercio! El toro parece frenar delante del capote para mejor acoplarse al lento compás marcado por el torero; el testuz grande y tosco se humilla, los pitones tiemblan y aquel pelaje que desde la barrera parece sedoso se vuelve áspero al acercarse. Huele a toro y se nota un ruido sordo de los movimientos del animal, que se revuelve enterrando los cascos en la arena. Libres del lance, se inicia otro, cada vez más cerca y tranquilo, olvidando el peligro con la sensación del arte. El público cada vez más emocionado, echa el olé que cada torero lleva en el alma desde el día que nació y entonces, cuando la plaza tiembla como si vibrara con su propio corazón, un torero siente la razón de su vida y, quizá, de su muerte.

La ovación tremenda y final es como un bálsamo. Agrada al amor propio; el torero se siente alguien, pero aquellos momentos nunca se podrán equiparar con los sublimes instantes en que el público y el torero se unen para sentir simultáneamente el arte y la tragedia de la fiesta brava.

Los preliminares para la faena son interesantes para el matador. Es el dueño de la situación. Si el toro es bueno, tiene el corazón en la boca, con miedo de que la cuadrilla lo vaya a estropear con demasiados capotazos; si no lo es, tiene en él los cinco sentidos para ver si le descubre su lado bueno y sus cualidades, ya que en un toro difícil es más fácil distinguir defectos que cualidades y para el triunfo sólo valen las últimas.

No creo que nadie haya sentido miedo al brindar, por malo que fuese el toro. Cuando el matador larga sobre la arena su montera se acabaron por un instante las fantasías y surge un mundo de impresiones que varían con la calidad del enemigo y el estado de espíritu del torero. Si la tarde va a ser de triunfo, lo sabe inmediatamente. Le bastan los primeros pasos hacia el toro. Cuando se le anda a la cara a un toro bravo, hasta el corazón se alegra y no creo que nadie, por el oro del mundo, entregase en ese momento su espada o su muleta. Son tardes en que hasta el toro tiene afición.

Desde lejos, mira inquieto; temblando, levanta la cara al aire, como para oler qué es lo que se aproxima; las orejas quedan como banderitas, muy quietas y la larga cola se menea incesantemente. Los costados del animal, teñidos de sangre se agitan en un rugido de desafío. El torero da otro paso al frente y el toro se lame la nariz, sacudiendo ligeramente la cabeza; se le ven las pestañas muy derechas y los ojos muy grandes e inocentes. Aquel toro no piensa más que en su casta y su bravura; es de los que nacieron para gloria de las figuras del toreo y para perdición de los que no sienten el arte. Son de los que provocan la irremediable envidia de todos los toreros que están en el callejón. Éstos, no siendo en aquel momento ni toreros, ni público, se quedan al margen de las grandes sensaciones de la tarde.

Por fin, viene la estocada. Para el torero con afición no es lo mismo herir que matar. Herir, deliberadamente, a un toro bravo supone cobardía. Matarlo, en buena ley, jugándose la vida para lograr una estocada que le lleve la mano hasta el áspero pelo del morrillo, es el glorioso remate de su sueño. Luego, ebrio de emoción, el matador ve como el toro se tambalea como borracho ante la mortal estocada.

Las grandes tardes proporcionan grandes emociones y son más frecuentes las tardes que son menos profundas, pero más variadas las impresiones. Me decía una vez Marcial Lalanda que nunca había conseguido ponerse en contacto con el público de Bilbao. Esta frase define bien una de las sensaciones desagradables que pueden tener los toreros. El matador se siente aislado de todo y no consigue encajar con el público, con el toro o con su propia persona.

(Continuará)

(AAB)