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Mar de historias

Noches de colores

Para Francisco Toledo

H

ay momentos gloriosos en los que Ana vuelve a ser lúcida, serena, divertida. Sus ocurrencias me asombran y me hacen pensar en cosas que nunca antes había siquiera imaginado. Anoche, por ejemplo, estaba dándole su masaje en la espalda cuando me dijo de buenas a primeras:

–Antes de morir uno decide a quién va a heredar todas sus cosas, desde las más insignificantes hasta las que tienen, sobre todo, valor sentimental. Ojalá que fuera posible hacer lo mismo con los recuerdos y legárselos a alguien que los aprecie y los cuide.

–Jamás se me había ocurrido pensar en eso –dije.

–Porque eres demasiado joven. Después, cuando entres en la antesala de los que pronto se embarcarán, ya sabes a dónde, tendrás tiempo para reflexionar acerca del tema. Parece una ociosidad, pero es algo muy importante, al menos para mí.

–A ver, dígame, ¿a qué viene todo eso?

II

Antes de contestarme, Ana hizo una larga pausa. Me dio la impresión de que estaba ordenando las partes de un rompecabezas, de un recuerdo:

–La otra noche que no podía dormir me levanté y me puse a arreglar mi ropero. Entre tantísima cosa que guardo encontré la mantilla negra, preciosa, que me heredó mi madre. Ella se fue tranquila a sabiendas de que su tesoro quedaba en buenas manos. Entonces me puse a hacer una especie de inventario de mis cosas. Al verlas comprendí que significan mucho porque me traen recuerdos. A menos que los regale antes, me enterrarán con todos los que he ido guardando despacio, sin darme cuenta. Es injusto: las memorias deben tener una vida más larga.

–Por andar pensando cosas tan complicadas luego se me deprime.

–También me entretengo, me divierto... Espera, no digas nada, se me acaba de ocurrir algo: espero que en el futuro, junto al lecho de la persona que va a morir, se instale una bonita urna para que allí deposite sus recuerdos antes de irse.

–No es mala idea –comenté en broma.

–Es buenísima, pero no surgió de mí, sino precisamente de un recuerdo: cuando mi tío Joaquín supo que iba a morir, se quitó la dentadura recién estrenada, la puso en manos de mi abuela y le dijo: Está casi nueva. Puede servirle a algún otro cabrón. Aunque no lo creas, esas fueron sus últimaspalabras.

Muertas de risa, hicimos planes para el día siguiente.

III

Lo mismo que todos los miércoles, a las 10 de la mañana José nos llevó en su taxi al parque. A esas horas siempre está desierto. Hoy, cosa rara, Ana y yo encontramos un artesano que cargaba sobre la espalda una armazón recubierta de adornos alusivos al mes patrio. Mi amiga, sonriendo, lo siguió con la mirada mientras se alejaba.

–Qué imagen tan bonita y tan conmovedora –dije emocionada.

–Sí, pero no pensaba en eso. Lo que sucede es que ese hombre me hizo recordar algo muy bello. Cuando yo era niña, desde finales de agosto, en el barrio aparecían los vendedores de banderas de todos los tamaños. Su presencia llenaba las calles de alegría y a los niños de ilusiones. La primera: ir a ver la iluminación del Zócalo, toda una ceremonia.

–¿Iba toda su familia?

–Y también las otras de la vecindad y mucha gente del rumbo. Cada año era lo mismo. Ante la proximidad de las fiestas no faltaba quien dijera que esta vez no iría a ver la iluminación, pero luego ¡todos presentes! La noche elegida hacíamos la caminata hasta la parada del tranvía. Era amarillo, lo recuerdo cada vez que voy al dentista y veo la foto que tiene en la antesala. Mientras espero a que el doctor me reciba, me entretengo mirándola.

–¿Es muy especial?

–No, pero me encanta por los detalles. En el centro de la foto se ve el tranvía. Lo rodea una multitud que agita banderitas y matracas: era septiembre. Siempre me da por imaginar que tal vez alguna de esas personas, casi todas de espaldas a la cámara, podrían ser mis padres, mis amigos, los vecinos que nos acompañaban a ver la iluminación en el Zócalo.

–¿Cuánto tiempo se tardaban en recorrerla?

–Horas, porque nos deteníamos a mirar cada detalle de los cuadros dedicados a los Niños Héroes, Benito Juárez, el padre Hidalgo, Morelos, doña Josefa... Aquello era como una reunión de familia, y más porque mi tía Ramona, la maestra de quien te he hablado, como si estuviéramos en un salón de clase, se ponía a recordarnos los motivos por los cuales debíamos honrar a esos personajes. Era tal su emoción que lloraba.

–¿Delante de la gente?

–Pero ni quién se fijara. Todo el mundo estaba concentrado viendo las luces, los adornos, las guirnaldas. Era algo de veras hermoso. Nosotros le dábamos varias vueltas al Zócalo y al fin, muertos de cansancio y de hambre, íbamos a alguno de los muchos puestos donde se vendían tortas, pambazos, buñuelos, elotes, sopes, frutas cubiertas. Recuerdo que a mi hermana y a mí nos encantaba acercarnos al carrito donde se hacían los algodones: telarañas de azúcar, según mi madre.

–¿Y se pasaban allí toda la noche?

–No, sólo hasta las 9, porque a la mañana siguiente había que trabajar. De mala gana nos íbamos a la terminal del tranvía. Rápido se llenaba de pasajeros con banderitas, rehiletes, moños, sombreros, matracas: sencillos recuerdos de una mágica noche de colores.

IV

Quizá no fue su intención, pero siento que al hablarme de aquellas visitas septembrinas al Zócalo, Ana quiso heredarme uno de sus más bellos recuerdos. Cuando haya oportunidad le diré que pienso guardarlo con devoción y mucho cuidado para que siempre conserve sus colores. Verde es la esperanza amada. Blanca es la inocente vida. Colorada enrojecida es la llama del amor...