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La mujer que sabía leer
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▲ Fotograma de la cinta de Marine Francen
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rancia, 1852. Pocos meses después del golpe de Estado de Luis Napoleón Bonaparte, que derriba la Segunda República para instaurar un segundo imperio en Francia, se desata en el país una persecución brutal en contra de todo conato de resistencia republicana. En un pequeño poblado de la región montañosa de las Cevenas, el ejército realiza una redada de toda la población masculina disidente, cuyo destino final habrá de ser la prisión o el exilio. Sólo las mujeres del pueblo consiguen librarse de esa represión, quedando a la postre abandonadas a su propia suerte, obligadas a suplantar a sus compañeros en las faenas agrícolas y asegurar la subsistencia propia y la de sus hijos pequeños. Sin perspectivas de ver regresar en un futuro inmediato a sus parejas o hijos, la incipiente comunidad matriarcal hace el juramento de compartir al primer forastero que se aventure hasta ese lugar, con el propósito tácito de garantizar la perpetuación de la especie. Con esta premisa argumental, no es difícil deducir las vertientes que explora La mujer que sabía leer (Le semeur, 2017), primer largometraje de la realizadora Marine Francen, antigua asistente del director francés Olivier Assayas (Después de mayo, 2012) y del austriaco Michael Haneke (Amour, 2012).

El crítico Neil Young refiere, para Hollywood Reporter, el fascinante sustrato literario de lo que podía haber sido una mera historia convencional, tan previsible como lo insinuado anteriormente. Los tres guionistas de la cinta tomaron como punto de partida un breve relato de apenas 38 páginas, escrito en 1919, por Violette Ailhaud, una mujer octogenaria quien moriría seis años después. El hombre simiente, o simplemente El semental, título original del relato al parecer autobiográfico, narra la llegada a esa comarca perdida, habitada ya sólo por mujeres, de Jean (Alban Lenoir), un joven forastero que huye de la justicia por haber matado a otro hombre en defensa propia, y las turbulencias pasionales que su presencia desata entre quienes, abierta o soterradamente, se disputan entre sí sus favores sexuales. La trama remite en varios aspectos a lo propuesto en la cinta El seductor (The Beguiled, Sofía Coppola, 2017), con la diferencia crucial de que la realizadora francesa adopta aquí un punto de vista que privilegia ostensiblemente el papel que juega el grupo de mujeres alejadas ya de toda autoridad institucional (civil o religiosa), libradas a su propio albedrío y a su instinto de supervivencia, muy dueñas de su sexualidad y de sus cuerpos, para quienes el providencial intruso ya no será un seductor que explota deliberadamente sus encantos, sino el simple instrumento de sus voluntades, bastante conflictivas.

Para conferir mayor intensidad dramática al relato, la directora recrea una atmósfera engañosamente pastoral. En rigor, se trata de un espacio paradójicamente claustrofóbico situado en una idílica campiña luminosa. El formato elegido, un encuadre cerrado de 4:3, está diseñado para favorecer el escrutinio de los rostros femeninos y explorar las tensiones que desata entre las mujeres la irrupción de ese viril objeto del deseo colectivo. Es notable en este clima de recelo generalizado, la manera en que se destaca, como un remanso de civilidad, galantería y amor por la cultura, la historia de la joven Violette (Pauline Burlat), única mujer que en la comarca sabe leer y posee una afición real por la literatura, misma que comparte con el forastero como un arma complementaria de seducción en medio de tanto pragmatismo e impaciencias carnales apenas controladas. Las lecturas de Víctor Hugo, el gran opositor político de ese gran usurpador al que el poeta sarcásticamente llamaría Napoleón, el pequeño, insinúan la carga de rebeldía contenida muy presente en este viejo relato de un republicanismo asediado y reprimido, y de una muy novedosa afirmación del deseo femenino.

Se exhibe en la sala 2 de la Cineteca Nacional a las 13:30 y 20:30 horas.

Twitter: CarlosBonfil1