Opinión
Ver día anteriorLunes 19 de agosto de 2019Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La batalla del sueño
E

ncontré que el cuarto donde iba a dormir había sido un campo de batalla. Allí debió ocurrir un choque de fuerzas desiguales compuestas por inverosímiles guerreros y bestias asesinas. Dragones de dos cabezas o tres colas, grúas amarillas y gigantescas, tanques encañonados, algunos hombres Lego caídos. Una resortera. Una bayoneta de plástico mordisqueado. Todos los actores inertes, vencedores y vencidos, remotos dinosaurios en la esquina al fondo, un pterodáctilo boca arriba, un escarabajo moribundo. Carros de carreras de dimensiones caprichosas, modelos del año y modelos del año del caldo. Al centro del teatro de operaciones descollaba una arena de gladiadores para los esforzados guerreros giratorios de kinética furia repentina. Un oso polar aparentemente muerto. Una pelota ponchada por los perros. Un barco pirata desvelado. Alcancé un solitario guante de box. Y me preocupé: ¿con eso pelearía yo solo contra todo eso para conquistar el sueño?

Las bestias abatidas eran varias, monos, hienas, felinos, cebras, jirafas, un canguro, cocodrilos, tiburones, sapos. El único avión estaba hecho de papel y hecho una desgracia irreparable. Creí que eso era todo, tiradero. Aunque quizá tuve un momento de extrañeza al descalzarme dispuesto al reposo. Qué va. La batalla apenas comenzaba. El tiradero se debía al calentamiento global de los contendientes.

Un aullido horrible, estremecedor, brotó del hocico descoyuntado de un dragón al que le faltaba un ala. Por el muñón sangraba fuego. Ese incendio suyo iluminó en rojo-antro la habitación oscurísima. El tiempo despertaba. El tigre se abalanzó instintivamente sobre el jaguar, que lo recibió de frente, con los colmillos de fuera y las patas duras, indoblegables. Un Ferrari metálico se disparó contra la pared, retrocedió y volvió a hacerlo, y siguió haciéndolo sin parar hasta que desnudó una muesca de yeso en la pintura. El tractor verde de pronto experimentó una urgencia mortífera y salió tras el canguro, que a saltos se alejó; suerte que era un tractor y no el Ferrari; el canguro la libró.

Algo zumbó ensordecedoramente. Los seres hasta hace un segundo inertes se pusieron en pie, en llanta o lo que tuvieran para el efecto y se dirigieron a la arena de los trompos gladiadores. Más que público rumbo al estadio parecían pasajeros del arca de Noé.

Una lámpara de mano despertó a sus pilas ya deshauciadas y arrojó un rayo fijo sobre el centro de la arena. Un escozor eléctrico me recorrió la espina. Silencio. Hasta el dragón sangrante dejó de aullar para arrastrarse con esfuerzo hacia la arena. Iba dejando un rastro de fuego, o de sangre en llamas si se prefiere.

El viento rabioso del bosque se paralizó en fa. Espesó la espuma de la noche. Los vidrios dejaron de temblar. Masculina, pueril, una voz anime (no sólo hay imagen anime, también voz, de preferencia en el original japonés) pujó ¡jmmm!, gutural y definitiva. Dos relámpagos cayeron girando sobre la arena y alegremente comenzaron a chocar con espantoso estruendo. Qué de chispas, qué de rechinidos disparaban esos trompos diabólicos armados de velocidad y de luz. Uno de ellos, azul y esbelto, tomó la iniciativa y comenzó a perseguir al rival negro y carmesí, que despavorido se refugió en un burladero ad hoc, sin prever el asalto final de su oponente por la retaguardia.

Un rugido unánime, pavoroso, llenó la habitación poblada de guerreros primordiales y creí que algo malo iba a pasarme. Me encogí, entumido y fetal, y cerré los ojos con tanta fuerza que me dolieron los párpados, aferrado al solitario guante de box. Los vítores bestiales, monstruosos, o bien los metálicos de Transformers dotados de alma, formaron una especie de viento huracanado y la colchoneta de mi refugio salió por la ventana, aunque cerrada, y se perdió en la noche. Lo último que recuerdo es haber visto una alfombra de luciérnagas, ya no monstruos ni bestias furibundas.