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Los trabajos y los días
L

os sobresaltos del mundo no son debidamente asimilados por nosotros y las constantes embestidas del gobierno contra técnicos y analistas económicos, la información oficial respectiva y sus proyecciones ayudan poco o nada para este necesario ubicarse en el mundo al cual de todas formas pertenecemos. Si nunca hemos estado aislados, hoy es más que claro que formamos parte de la densa e intensa red de interdependencia económica, material y humana que define el mundo de hoy y el de mañana.

Hace décadas, de hecho apenas concluida la contienda que devastó Europa y buena parte de Asia, los estadistas de entonces se abocaron a imaginar un planeta sin guerras a la vez que sometido en sus convulsiones por los despampanantes saltos científicos y tecnológicos que la propia guerra había hecho surgir. Se imaginó, por parte del gran John Maynard Keynes, un orden de capitalismos nacionales articulados por sencillas reglas de entendimiento e intercambio que harían del comercio mundial un artificio de impulso y estímulo a las economías nacionales.

Para Keynes y los suyos, era claro que la salud del globo dependería sustancialmente de lo que los países hicieran y que lo mejor y urgente era liberarlo del yugo del llamado Patrón Oro para darle a los Estados capacidad de acción y ejercicio soberano. No tuvo éxito Keynes, pero quienes lo derrotaron en Bretton Woods, además de afirmar la hegemonía entonces incontestada de los Estados Unidos de América y poner al dólar como divisa única del nuevo orden asumieron sin embargo la necesidad de ver y entender el orbe de nuevas maneras. No en balde sus tropas habían cruzado la geografía de prácticamente todo el planeta y habían tenido que compartir comida y municiones con los habitantes del lado obscuro de la tierra, en África, Asia y Oceanía.

Empezó a hablarse entonces de cooperación internacional y una vez constituida la Organización de las Naciones Unidas hubo de aceptarse como central un nuevo vocablo: el desarrollo económico y social y más adelante el derecho de los Estados y los pueblos a promoverlo, gozarlo y verlo como una palanca indispensable para soñar con niveles de vida y bienestar que en ese tiempo seguían siendo vistos como de uso y abuso exclusivo del mundo blanco.

Entre aquellos lustros y lo que hoy nos caracteriza han ocurrido muchas cosas; el número de naciones se ha multiplicado y el sistema hegemónico heredado de la Segunda Guerra sufre múltiples presiones y exigencias de parte de nuevas potencias y constelaciones económicas, comerciales y financieras. El siglo americano, nos dicen los profetas, pronto dejará su lugar a China y su Reino del Medio, donde se cuecen nuevas fuerzas productivas e ingenios técnicos, se trazan nuevos mapas y rutas para unir las naciones y se reclama la atención de las poblaciones para con su sistema político y de dominio, como nunca alejado y distante del que se propuso como único y hegemónico al terminar la Guerra Fría e implantarse como grandes imágenes objetivo al mercado mundial unificado y la democracia representativa.

Tal binomio está hoy en entredicho y no sólo por los condenados de la Tierra de que nos hablara Franz Fanon. Desde dentro de los Estados más desarrollados, emergen poderosas y corrosivas interpelaciones directas a los sistemas representativos, los estados de derecho y los derechos entendidos como parte constitutivas de las ciudadanías. Desde el populismo xenófobo y el nacionalismo económico y bélico más agresivo de los decenios recientes, se prometen encierros defensivos y protectores de privilegios supuestamente amenazados; se rompen las reglas maestras del orden construido al terminas la guerra y se busca poner contra la pared las convicciones más arraigadas sobre la igualdad de las naciones y la centralidad de los derechos humanos, en particular los económicos, sociales y culturales.

Por la vía de los hechos, desde los propios Estados Unidos se subvierten los acuerdos fundamentales en torno a la protección y cuidado del ambiente y se busca desfigurar, hasta negarlo, el espectro de un cambio climático portador de potencialidades destructivas inimaginables. Por su parte, la humanidad se mueve, migra y rompe convenciones añejas, alimentando las paranoias y poniendo en duda la vigencia de los derechos como patrimonio humano.

Sin más, los poderosos usan su poderío económico y comercial para obligar a las naciones débiles a actuar en su beneficio, y la idea misma de soberanía es cuestionada sin recato. Como lo hemos experimentado los mexicanos en estas tristes semanas de la humillación imperial y el ejercicio impúdico de su poderío por parte del presidente Trump.

Estas son hoy por hoy nuestras coordenadas insoslayables. Las que las transformaciones ofrecidas por el nuevo gobierno tienen que inscribir y asumir sin remedio y con estricto cuidado para dibujar rutas e inventar senderos de escape a una coyuntura que irrumpe cargada de peligros y que se despliega ante nuestros ojos no más allá de nuestra frontera norte, sino dentro del territorio nacional, surcado por los que huyen, pero también por quienes los persiguen y expolian.

Les guste o no el escenario internacional, a nuestros mandatarios les toca conocerlo y explicarlo; convocar voluntades y organizar esfuerzos sociales diversos para capear los temporales que vienen y preparar a las comunidades para nuevos e inesperados episodios de acomodo y desacomodo mundiales, pero cercanos. Una primera asignatura indispensable: negar o cambiar el nombre de la difícil realidad que habitamos, no solucionará la problemática aguda que hoy la define. No es mala fe la que inspira los diagnósticos lúgubres que se hacen aquí y afuera sobre nuestra circunstancia económica y social.

La Cuarta o la Quinta transformaciones no serán si nos obstinamos en no llamar a las cosas por su nombre. Eso se llama auto engaño, la peor de las maneras para afrontar y superar la adversidad.