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Chernobil (escombros)
¿U

na metáfora prefecta o una razón? ¿El último clavo al ataúd o sólo uno de ellos?

No hay que ser un Cold War Warrior de estos que nunca mueren para ver la manera en que la explosión del reactor nuclear en Chernobil el 26 de abril de 1986, una catástrofe que irrumpió en la consciencia popular gracias a la miniserie Chernobyl (itsh.bo/2QeYzxD) y un conjunto de libros sobre sus orígenes y consecuencias (bit.ly/2F1h9nx) sirvió como un acelerante de la implosión y desintegración de la URSS, que ya de por sí estaba en las últimas.

Según el propio Gorbachov Chernobil fue decisivo en su debacle: el país simplemente hizo bancarrota al lidiar con el desastre. Stephen Kotkin, el reconocido sovietólogo en Armageddon averted: the soviet collapse 1970-2000 (Oxford 2008) llega a la misma conclusión mediante un detallado análisis (p. 60-67).

La reacción inicial del mismo joven (sic) líder soviético –en sus cincuentas, apenas un año en el poder, una supuesta antítesis de la gerontocracia dominante– que sucumbió al viejo secretismo, negacionismo y obsesiva preocupación por apariencias hacia el exterior, contribuyó enormemente a esto.

Su posterior giro hacía más transparencia y esfuerzos de sincronizarla con otras de sus políticas-insignia – glasnost (apertura), perestroika (restructuración) y uskoréniye (aceleración)–, ya no pudo salvar nada. Más bien abrió puertas a nuevas reivindicaciones. La abolición de censura en temas nucleares desencadenó un alud de denuncias respecto a otras catástrofes ambientales (catastroika), alimentando –subraya Serhii Plokhy (bit.ly/2ZBpcAc), un historiador ucraniano de Harvard– los movimientos irrendentistas en Ucrania, Bielorrusia y Lituania que levantaron la bandera del eco-nacionalismo (Chernobyl: the history of a nuclear catastrophe, Basic Books 2018, p. 305).

Y todo iba a ser muy, muy diferente.

La industria nuclear no sólo iba a salvar la Unión Soviética económicamente –aunque, según Kotkin, el país entró a los 80 relativamente bien parado respecto a otros países golpeados más por la crisis del petróleo– sino llevarla a nuevos y más esplendorosos destinos y hacerla famosa en el mundo.

La central chernobileña Vladimir Ilich Lenin (sic) iba a ser la planta nuclear más grande del mundo con 12 reactores. Prípiat, su ciudad-satélite, era una atómica aldea-modelo y oasis de abundancia, con casas confortables, clubes literarios, centros deportivos y tiendas llenas.

Al mismo tiempo el sector encarnaba a la perfección las habituales disfuncionalidades del sistema soviético que finalmente estallaron junto con el reactor:

• La burocracia: I) el mal pensado ensayo de seguridad llevado a cabo la fatal noche, estaba aplazado desde hace tiempo y finalmente forzado para cumplir las metas;

• La excesiva economización: I) las barras de control de emergencia que servían para detener la reacción nuclear a propósito tenían puntas de grafito para que... la reacción no se desacelerara tanto y el reactor siguiera produciendo energía un rato más (¡sic!); II) los reactores RBMK –como los de Chernobil– eran presentados como los más seguros del mundo¡se podría poner uno en la misma Plaza Roja!, decía uno de sus constructores– una excusa para no equiparlos con un domo de contención que elevaría el costo de las plantas;

• la censura: I) las fallas de diseño de reactores RBMK han sido silenciadas; II) previos accidentes en Chernobil tapados; III) cuando en otra central al apretar el botón AZ-5 que bajaba las barras de control se registró la repentina elevación de energía se silenció el incidente por inconveniente.

La explosiva mezcla de idilla tecnológica y patologías sistémicas es uno de los puntos centrales que hace Adam Higginbotham, un periodista británico en su libro Midnight in Chernobyl: the untold story of the world’s greatest nuclear disaster (Simon and Schuster 2019).

Pero curiosamente fustigando la URSS por negligencia y luego por inadecuada respuesta Higginbotham acaba defendiendo el uso de átomo –la cifra de muertos no fue tan grande (sic) y la naturaleza está reviviendo (sic), mientras Kate Brown una profesora de la MIT autora de Manual for survival: a Chernobyl guide to the future (Norton 2019) reconoce el gran sacrificio soviético en remediar el desastre y enfatiza enormes costos humanos y ambientales de Chernobil que ponen en duda la misma energía nuclear (bit.ly/2X1JNMa).

Finalmente esto: la televisión estatal rusa prepara una versión patriótica de lo sucedido explicándolo con una conspiración de la CIA; la serie de HBO es en ojos del Kremlin parte de campaña de desprestigio de nuestra industria nuclear (bit.ly/2Wsb3bo). La media vida de la propaganda soviética es igualmente larga que la de la radiación, apuntó una periodista que investigó la catástrofe (bit.ly/2wXiesR). Igualmente –añadiría– larga es la vida de un cierto tipo del paternalismo soviético, muy colonial en su espíritu: la gente común no tenía agencia, era incapaz incluso de hacer algo mal. Siempre tenía que ser alguien de afuera.

El sarcófago de Chernobil que cubrió los escombros del fatal reactor número 4 (bit.ly/2gsN6In) –más que el sarcófago de Lenin–, al final acabó simbolizando mejor la URSS y su suerte.

¿O hay que ser un Cold War Warrior de estos que nunca mueren para decir esto?

*Periodista polaco

@MaciekWizz