Cultura
Ver día anteriorDomingo 26 de mayo de 2019Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Vox Libris
Golpéate el corazón
Foto
▲ Amélie Nothomb (Japón, 1967) en imagen tomada del libro.Foto © Patrick Swirc
Periódico La Jornada
Domingo 26 de mayo de 2019, p. a16

En su novela número 25, la escritora Amélie Nothomb retrata la complejidad de las relaciones entre madres hijas. Celos, frialdad y envidia cruzan los desencuentros entre mujeres. Con autorización de las editoriales Anagrama y Océano, La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento de Golpéate el corazón, de Nothomb

A Marie le gustaba su nombre. No era tan banal como pudiera parecer y la colmaba de satisfacción. Cuando decía que se llamaba Marie, no pasaba inadvertida. ‘‘Marie’’, repetían encantados.

Su nombre no era la única explicación de su éxito. Era consciente de su belleza. Alta y con buen cuerpo, con el rostro iluminado por su pelo rubio, llamaba la atención. En París habría podido pasar desapercibida, pero vivía en una ciudad lo bastante alejada de la capital para no convertirse en su extrarradio. Siempre había vivido allí, todo el mundo la conocía.

Marie tenía diecinueve años, le había llegado la hora de volar con sus propias alas. Tenía por delante una existencia extraordinaria, lo presentía. Estudiaba para secretaria, lo cual no era presagio de nada –algo había que estudiar–. Estábamos en 1971. ‘‘Paso a la juventud’’, repetía todo el mundo.

En sus salidas nocturnas por la ciudad, frecuentaba a gente de su edad, no se perdía una. Había fiestas casi cada noche para quien conociera gente. Tras una infancia tranquila y una aburrida adolescencia, la vida empezaba. ‘‘A partir de ahora, lo importante soy yo, es mi vida y no la de mis padres o la de mi hermana.’’ El verano anterior, su hermana mayor se había casado con un buen chico, y ya había sido madre. Marie la había felicitado pensando: ‘‘¡Se acabó la diversión, querida!’’

Le encantaba ser el centro de todas las miradas, provocar la envidia de las demás chicas, bailar toda la noche, volver a casa al amanecer, llegar tarde a clase. ‘‘Marie, otra vez de picos pardos’’, le decía cada vez el profesor con fingida severidad. Las feas, siempre puntuales, la miraban con rabia. Y Marie estallaba en una luminosa carcajada.

Si le hubieran dicho que formar parte de la juventud dorada en una ciudad de provincias no auguraba nada extraordinario, no lo habría creído. No tenía ningún plan particular, solo sabía que sería grandioso. Por la mañana, cuando se despertaba, sentía en su corazón un gigantesco impulso y se dejaba llevar por aquel entusiasmo. Cada nuevo día prometía acontecimientos cuya naturaleza ignoraba. Amaba esa sensación de inminencia.

Cuando las chicas de su curso hablaban de su porvenir, Marie se partía de risa para sus adentros: boda, hijos, casa..., ¿cómo podían conformarse con eso? ¡Qué estupidez reducir sus esperanzas a unas simples palabras, y más aún a unas palabras tan mezquinas! Marie no les ponía nombre a sus expectativas, saboreaba sus infinitas dimensiones.

En las fiestas le gustaba que los chicos estuvieran exclusivamente pendientes de ella, y se encargaba de no mostrar preferencias por ninguno; que les consumiera la angustia de no ser los elegidos. ¡Qué placer sentirse constantemente provocada, mil veces deseada, nunca libada!

Pero existía una alegría aún más potente: consistía en provocar los celos de los demás. Cuando Marie veía cómo las chicas la miraban con aquellos dolorosos celos, disfrutaba de su suplicio hasta el extremo de sentir que se le secaba la boca. Más allá de aquella voluptuosidad, lo que expresaban esos ojos amargos posados sobre ella era que aquella era su historia, que ella era la protagonista, y los demás sufrían al descubrir que eran simples figurantes, invitados al festín para recoger las migajas, invitados al drama para morir en él a causa de una bala perdida, es decir, de un fuego que no les estaba destinado.

Foto

Al destino solo le interesaba Marie, y esa exclusión de terceros le provocaba un placer supremo. Si hubieran intentado explicarle que el reverso de los celos equivalía a más celos y que no había sentimiento más horrible que ese, se habría encogido de hombros. Y mientras estuviera bailando y fuera el centro de la fiesta, la belleza de su sonrisa podía dar el pego.

El chico más guapo de la ciudad se llamaba Olivier. Esbelto, muy moreno como todos los del sur, era el hijo del farmacéutico y heredaría el negocio familiar. Amable, divertido, servicial, gustaba a todos y a todas. A Marie, este último detalle no le había pasado por alto. Solo tuvo que aparecer y se acabó lo que se daba: Olivier se enamoró locamente de ella. Marie saboreó el hecho de que se le notara tanto. En la mirada de las otras chicas, la dolorosa envidia dio paso al odio, y el placer que le producía verse observada de aquel modola hacía estremecerse.

Olivier se equivocó respecto a la naturaleza de aquellos escalofríos y creyó ser amado. Conmovido, se arriesgó a darle un beso. Marie no lo rechazó, se limitó a entreabrir los ojos para comprobar la execración de la que estaba siendo objeto. Para ella el beso coincidió con el soberano mordisco de su demonio y gimió.

Lo que vino después se desarrolló siguiendo una mecánica tan antigua como el tiempo. Marie, que temía sufrir, se sorprendió al no sentir casi nada, salvo en el momento en que todo el mundo les vio marcharse juntos. Le encantó ser la encarnación, durante una noche, de la mejor esperanza femenina.

Loco de felicidad, Olivier no disimulaba su amor. Convertida en prima donna, Marie resplandecía. ‘‘¡Qué guapos! ¡Qué buena pareja hacen!’’, decía la gente. Ella se sentía tan feliz que creía estar enamorada. La sonrisa de sus padres no le producía tanta satisfacción como el desagradable pliegue en la comisura de los labios de las chicas de su edad. ¡Cómo le divertía ser la protagonista de aquella película de éxito!

Seis semanas más tarde, se rompió el encanto. Corrió a visitar al médico, que le confirmó lo que ya se temía. Horrorizada, le comunicó la noticia a Olivier, que la abrazó inmediatamente.

–¡Querida, es maravilloso! ¡Cásate conmigo!

Ella rompió a llorar.

–¿No quieres?

–Sí –dijo ella entre lágrimas–. Pero me habría gustado que las cosas fueran distintas.

–¿Qué más da? –respondió él abrazándola de alegría–. Cuando dos personas se quieren como nosotros, enseguida se tienen hijos. Así que ¿para qué esperar?

–Preferiría que la gente no sospechara nada.

A él le enterneció lo que interpretó como pudor:

–Nadie sospechará nada. Todo el mundo ha visto lo locamente enamorados que estamos. Nos casaremos dentro de dos semanas. Seguirás teniendo la cintura de una chiquilla.

Sin argumentos, ella no dijo nada. Calculó que en quince días no podría preparar la fiesta por todo lo alto que tanto deseaba.

Olivier expuso a sus padres los hechos consumados. No les escondió la razón de tantas prisas, que provocó el entusiasmo de ambas madres y ambos padres:

–¡No habéis perdido el tiempo, chicos! Está bien, nada mejor que ser joven para tener un bebé.

‘‘Jolín’’, pensó Marie, que fingía sentir orgullo con la esperanza de que creyeran en su felicidad.

La boda fue tan perfecta como puede serlo una boda preparada con tanta premura. Olivier estaba exultante.

–Gracias, querida. Siempre me han horrorizado esos banquetes que no se acaban nunca y a los que se invita a tíos a los que jamás has visto.

–Gracias a ti, esta será una auténtica boda de amor, una cena sencilla, una fiesta con nuestros verdaderos allegados – dijo mientras bailaba con ella.