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La epifanía yoruba del gran Chucho Valdés
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Periódico La Jornada
Sábado 18 de mayo de 2019, p. a12

Son montuno. Tambores batá. Voliciones raigales, entramados treman. Trina el rizo de la cuerda larga de metal arpa adentro del piano, tensada al máximo como la espalda femenina de la noche sorprendida por la luz del día. Y se estremece.

Quien activa las teclas del piano es un caballero todo bondad, un marsupial con boina, ensimismada su inmensa humanidad.

Chucho, hey, Chucho.

Si uno lo ve pasar por la calle, en los camerinos, en algún rincón del mundo, él, Chucho, iluminará el ambiente con una sonrisa bien, pero bien cubana, chico. Basta con decir su nombre para que él sonría y nos cuente las buenas nuevas que encuentra por su deambular.

Chucho Valdés, se llama.

Así de sencillo como es Chucho, su nombre figura en las marquesinas exclusivas, las portadas de las revistas especializadas en jazz, en las listas de los mejores pianistas del jazz. Hay una frase equivocada, una de esas expresiones que no dicen nada: ‘‘jazz latino”, ¿qué diantres es eso? Nada, eso no existe. Chucho está más allá de todo equívoco.

Aunque lo suyo no es el jazz propiamente dicho. Lo suyo es la música de la magia yoruba, la música raigal entreverada con las más sofisticadas exquisiteces de la música de otros órdenes, como la así llamada ‘‘música de concierto”.

Es por eso que Chucho tiene la capacidad insólita de hacer sonar tres notas de son montuno y la cuarta nota y todas las demás son de Mozart, Rachmaninov, Debussy, Duke Ellington, Thelonious Monk.

Ah, muy importante: hay un continuador de la gran revolución musical de Cecil Taylor (1929-2018), ese genio que se presentaba en escena ataviado con tenabaris en los tobillos y bailaba alrededor del piano, a manera de ritual, larga melena rasta, trenzas al vuelo, vestimenta multicolor y tocaba con los puños. Ese gran continuador de la gran disrupción de Cecil Taylor se llama Chuchó Valdés.

De manera que eso que llaman jazz es tan sólo un referente. Lo suyo es lo yoruba, el son montuno, la magia. La candela.

Chucho Valdés está por tomar el avión nuevamente hacia México. Presentará su nuevo disco Jazz Batá 2, el próximo sábado, 25 de mayo, a las 19 horas en la sala Ponce del Palacio de Bellas Artes. Por experiencia propia, el Disquero opina humildemente que debe cambiarse la sede de este gran concierto a la sala mayor del Palacio de Bellas Artes, ahí mismo, ahí juntito, porque resulta obvio que será insuficiente el aforo de la Ponce y es de temerse que mucha gente se quede afuera.

Ciertamente se trata de un concierto más o menos portátil: cuatro músicos en escena, pero igual Keith Jarrett se presenta solo y llena teatros grandes a reventar.

Y es que el prestigio internacional de Chucho Valdés está construido con obras maestras y con sencillez.

El próximo sábado hará sonar en Bellas Artes su nuevo disco con músicos jóvenes y de excelencia, con quienes grabó este álbum que hoy nos ocupa: Yaroldi Abreu y Dreiser Durruthy, en tambores batá, y Yeslsy Heredia en contrabajo. Falta saber si prescindirá de las dos piezas en las que, en el disco, intervino la violinista Regina Carter, una celebridad: ‘‘100 años de Bebo” y ‘‘Ochun”, o si invitará a un(a) violinista para el concierto en Bellas Artes.

Los tambores batá son bellos y enigmáticos. Provienen de Nigeria. Sirven para hacer música ritual. Son de madera, se tocan por los dos parches que poseen, arriba/abajo, o bien derecha/izquierda. Su sonido penetra el alma, traspasa la epidermis, produce espasmos. Estremecimientos.

Chucho Valdés los conoce a profundidad.

Ah, es menester recordar que Chucho es músico de nacimiento. Su nombre completo es Dionisio Jesús Valdés Rodríguez. Su padre es también una leyenda: Bebo Valdés (1918-2013).

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▲ El pianista Chucho Valdés en la grabación de un programa para Canal 22, el primero junio de 2004.Foto José Carlo González

El reconocimiento internacional a Chucho Valdés comenzó precisamente cuando grabó, en 1972 en los vetustos Estudios Egrem, el disco Jazz Batá, antecedente del que hoy nos ocupa.

Ese disco pinta de cuerpo entero a Chucho Valdés: una inmensidad.

La idea superó con creces lo ideado por Igor Stravinsky con La consagración de la primavera: lograr polirritmias con tambores en diálogo con piano.

El éxito fue descomunal.

Como consecuencia directa, Chucho Valdés fundó, al año siguiente, 1973, al grupo Irakere. Desde el nombre, yoruba, todo sonaba a ritual. Irakere en yoruba significa vegetación densa, tupida.

Chucho juntó a los músicos con los que grabó Jazz Batá: Carlos del Puerto y Oscar Valdés, con otros instrumentistas que habrían de convertirse también en leyenda: Arturo Sandoval y Paquito D’Rivera.

El trabuco, una docena de músicos, incluía otras luminarias: Armando Cuervo y Jorge Varona.

Irakere escribió historia. La comparación con otro grupo así de excéntrico, así de genial: Art Ensemble of Chicago, resultaba lógico y coherente: músicos cubanos, en Irakere, que combinaban excelencia musical con un llamado a untarse nuevamente la cultura original, la tradición yoruba; por el otro lado, músicos afroestadunidenses, los de Art Ensemble of Chicago, que se presentaban en escena pintados rostros y cuerpos de manera ritual, atuendos africanos, música fuera de serie, atrevida, audaz, original, hirsuta.

Ambos grupos, Irakere y Art Ensemble of Chicago, estuvieron en México gracias a los buenos oficios del Caballero de la Rosa, mejor conocido como Raúl de la Rosa. Los afroestadunidenses en el Teatro de la Ciudad, ante el estupor del público que no supo qué hacer, qué decir, si aplaudir, gemir, saltar o asombrarse de tal prodigio.

Los afrocubanos en la Arena México, a su vez, crearon otra epifanía.

Era tal la algarabía que cuando interpretaron su versión del Concierto para Clarinete de Mozart, hubo un momento en que en medio del estruendo de tambores batá, guitarra eléctrica roquerísima, bajo en son montuno, batería en tremebunda hoguera, se hizo uno de esos silencios improbables, como los de un estadio lleno en una final.

Y entre el silencio se escuchó una frase expelida desde algún rincón del butaquerío: ¡nuuuuunca se mueeee-raaaaannn!!!

Ante lo cual, Chucho Valdés iluminó el escenario repleto de músicos excelsos, tumbadoras, güiros y bongóes, con una sonrisa del tamaño de un lago en un claro de luna.

Ese es Chucho Valdés.

Su retorno a México, con su disco Jazz Batá 2, es decir con tambores yoruba y su piano (las revistas autorizadas en la materia lo ubican como uno de los más grandes pianistas de jazz contemporáneos), significa el reinicio de la hoguera, una nueva erupción del volcán, un nuevo bendito cataclismo que se cernirá sobre los muy pocos afortunados que logren entrar a la sala Ponce del Palacio de Bellas Artes, a menos que la doctora Lucina Jiménez habilite el cómodo traslado de tambores batá y piano a la sala grande, ahí mismito, a unos pasos, en Bellas Artes.

Larga vida al enorme, culto, bondadoso, extraordinario pianista y compositor Chucho Valdés.

Lo imagino sonriendo y entonces, como diría Johann Wolfgang von Goethe, hay un ligero aumento de luz en el mundo.

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