Opinión
Ver día anteriorMartes 14 de mayo de 2019Ver día siguienteEdiciones anteriores
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¿París ya no es una fiesta?
E

s evidente que la fisonomía de las ciudades cambia con el paso de los días y los años, a menos de convertirse en un museo como es el fascinante caso de Venecia, aislada en su laguna, a la vez protegida entre sus canales y roídos sus muros por el incesante golpe-teo de sus aguas.

A primera vista, la ciudad de París tampoco parece haber cambiado gran cosa desde los gigantescos trabajos del barón de Haussmann ordenados porel emperador Napoleón III para el‘‘embellecimiento” de la capital. Reconstrucción que alteró profundamente su fisonomía medieval con la demolición de los antiguos edificios, la creación del bosque de Boulogne, la uniformidad de los nuevos inmuebles con su altura de seis o siete pisos, la apertura de grandes avenidas con el fin de desaparecer las estrechas callejuelas por donde podían escapar los amotinados durante las revueltas. Modificaciones arquitectónicas, y también políticas.

Cierto, desde entonces, París conserva un cierto aspecto que la hace identificable de inmediato. También cierto que ha habido transformaciones como la construcción de las torres a orillas del Sena en su último trecho al oeste de París. Pero estas torres se han integrado al paisaje urbano, fundidas en él, a diferencia de la torre de Montparnasse, tan criticada por unos como admirada por otros, construida en el seno de la capital. Mutaciones más leves como, por ejemplo, la pirámide de vidrio levantada en medio del antiguo palacio del Louvre transformado en museo desde la época revolucionaria.

Por suerte, el sucesor del general De Gaulle, el presidente Georges Pompidou, gran conocedor de la literatura clásica pero ardiente aspirador al modernismo en pintura y urbanismo, no tuvo tiempo para llevar a cabo su proyecto de entubar el Sena y convertirlo en vía rápida. La carretera planeada habría atravesado París dividiendo la ciudad en dos partes y, sobre todo, habría privado la ciudad del espejo y reposo que es el agua de un río que fluye.

Así, el caminante de París, poblador o turista, puede pasearse por sus calles y reconocer cafés, galerías, restaurantes, boutiques, jardines, tiendas, diciéndose que esta ciudad es siempre la misma. El peatón cree avanzar por senderos conocidos. Sin embargo, una mutación profunda se ha ido desarrollando desde hace ya varios años en la capital francesa. Una metamorfosis aún imperceptible a la mirada desatenta de los soñadores contemplativos. Sin embargo, los invisibles cambios se expresan ocultos en frases triviales como: ‘‘París está más hermoso que nunca, pero…” Los peros prosiguen en otras frases en apariencia también insignificante: ‘‘Más caro que nunca”, ‘‘el metro cuadrado cuesta una fortuna”, ‘‘es la ciudad más costosa del mundo”, ‘‘sus precios son prohibitivos”. Palabras breves, dichas y oídas a la ligera, cuyo significado escapa a quien las dice como a quien las escucha. Pero, todas las frases, incluso las que más ligeras, poseen una sustancia significativa. ¿Qué se esconde en sus palabras? ¿Qué quieren decir? ¿Qué fenómeno señalan? Las palabras hablan por sí mismas aunque no se las escuche. Nos señalan una metamorfosis esencial de la ciudad de París: el encarecimiento de la vida que ha ido expulsando de ella a las capas populares. Sí, París se ha convertido en una ciudad de ricos. Aunque no sin pobres, pues la mendicidad venida de los suburbios pulula en las calles parisienses. Modestas cajeras de los supermercados, meseros, trabajadores de todo orden, recorren kilómetros para venir a laborar cada día. Población flotante de un París, abandonado a sus ricos propietarios o a extranjeros capaces de pagar las altas rentas.

La deserción de las capas populares, de su guasa, sus costumbres, su convivialidad, transforma algo más profundo que la fisonomía de una urbe. Y este algo más hondo es esencial porque es el alma de la ciudad. ¿Cómo harían Balzac o Hugo, Proust o, más recientemente, Breton, para escribir sobre París cuando su espíritu se esfuma?