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Aborto en la capital: una ley positiva
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l 25 de abril de 2007, la entonces Asamblea Legislativa del Distrito Federal (ALDF) reformó el ar-tículo 144 del Código Penal a fin de aprobar la interrupción legal del embarazo. En los 12 años transcurridos, los servicios de salud de la capital han efectuado 209 mil 359 abortos, en los cuales debe destacarse la total ausencia de muertes maternas.

Cabe felicitarse porque la vigencia de dicha legislación ha significado no sólo el reconocimiento de los derechos reproductivos de las mujeres de todo el país –pues desde un principio los centros médicos del antes Distrito Federal y hoy Ciudad de México han recibido a gestantes de toda la República que desean o necesitan poner fin a su embarazo–, sino asimismo la seguridad para muchas vidas que de otra manera habrían sido absurdamente condenadas a los peligros de los procedimientos abortivos caseros o en clínicas clandestinas carentes de los mínimos estándares profesionales y de salubridad.

Lamentablemente, este insoslayable avance en materia de derechos reproductivos y de género, salud pública y legalidad, contrasta con la situación que prevalece en la mayor parte del país: mientras sólo la violación se considera causal legal para permitir la interrupción del embarazo, unas 20 legislaciones estatales han elevado a rango constitucional la protección a la vida desde la concepción, artimaña jurídica para convertir en homicidio la interrupción voluntaria del embarazo y criminalizar así a quienes intenten practicarse un aborto; las nefastas e injustificables consecuencias de esas regresiones legales están a la vista: actualmente hay en el país 2 mil 355 mujeres en la cárcel por acusaciones relacionadas con el aborto, incluso cuando muchas de ellas sufrieron interrupciones espontáneas.

Además de constituir violencia jurídica, la penalización del aborto es una medida abiertamente clasista que se ensaña con las más pobres y marginadas: aunque la población rural del país apenas supone 22 por ciento del total, casi la mitad de las complicaciones asociadas a la interrupción clandestina del embarazo se presentan entre mujeres del medio rural. No pocas de las legislaciones retrógradas referidas fueron aprobadas como parte de una reacción conservadora a los adelantos logrados en la Ciudad de México, en lo que constituye una lastimosa e inaceptable revancha que subraya la urgencia de elevar al plano federal la batalla jurídica por la despenalización del aborto; no sólo como un ineludible deber para avanzar hacia la plena igualdad de derechos y poner fin a la asfixiante discriminación con motivos de género, sino además porque México no puede presentarse como un país moderno en tanto no dé pasos decididos en esa dirección.

Es necesario plantear dos consideraciones finales: por un lado, la experiencia demuestra que la penalización no impide la práctica del aborto; por el contrario, orilla a quienes lo requieren a obtenerlo por vías inseguras que ponen en peligro sus vidas; por el otro, que a contrapelo del discurso conservador la despenalización de la interrupción legal del embarazo no impone nada a nadie, pues únicamente quien lo desea solicita el procedimiento, mientras la penalización sí coarta los derechos e impone a toda la población femenina dogmas morales y creencias particulares.