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Crónicas de Semana Santa
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oy Domingo de Resurrección inicia la Pascua –que marca el final de la Semana Santa– en la que se conmemora la muerte y resurrección de Jesús. Estas fechas que en la actualidad son básicamente un periodo vacacional, en el pasado constituyeron un evento religioso de gran importancia en el que participaba toda la población.

Antiguas crónicas nos cuentan cómo se celebraban en la Ciudad de México: destacan las de don Antonio García Cubas, quien nos dejó maravillosas descripciones de esos festejos a mediados del siglo XIX. Vamos a recordar lo que nos cuenta de los altares de Dolores que se colocaban el Viernes Santo: Los preparativos comenzaban días antes, cuando se untaban con agua de semillas de chía objetos de barro de graciosas formas, que el día del festejo estarían recubiertas de un fina pelusilla verde.

El día señalado –comenta– la actividad comenzaba muy temprano por la mañana, cuando se acudía al desembarcadero de Roldán, en el corazón del barrio de La Merced, a comprar las flores que traían en sus canoas los productores de Iztacalco, San Juanico y Santa Anita. Amapolas, claveles, rosas y nardos en grandes manojos eran cargados por muchachos y mozos de cordel que portaban grandes cestos y ofrecían sus servicios a los compradores.

“De regreso en casa, se colocaba una mesa recargada a la pared y se apilaban cajones de madera de distintos tamaños, con el fin de crear gradas. En la pared clavaban una tela blanca dándole forma de pabellón, debajo del cual se colgaba un cuadro de la Virgen y encima un crucifijo. El improvisado altar se cubría con lienzos blancos adornados con moños y listones de colores. En su colocación solía participar toda la familia; algunos se ocupaban de dorar naranjas y formar banderitas con popotes y hojillas de plata y oro volador, otros en hacer aguas de colores con las que se llenaban copas, botellones y cuantos vasos de cristal había disponible.

“Como no existían las anilinas actuales, nuestros ancestros se tornaban en alquimistas caseros para teñir las aguas con productos naturales: para las coloradas los pétalos de amapola; para las tornasoladas, lo mismo, añadiendo una piedrecilla de alumbre. Las moradas se lograban con la grana o la cochinilla, y las carmesí con palo de Campeche. El sulfato de cobre amoniacal o la caparrosa daban distintos tonos de azul; el mismo sulfato con unas gotas de ácido clorhídrico o pimpinela daba las verdes, y las amarillas se conseguían con la planta llamada zacatlascalli.

“Con todo listo se iniciaba la decoración en la que desempeñaban papel importante grandes velas de cera, de las que por lo menos debía haber una docena, adornadas con las banderitas de plata y oro volador y colocadas en candelas con los cabos cubiertos de papel picado multicolor.

Iban ocupando su lugar el barro con su linda cubierta de chía en germinación y las naranjas doradas, los recipientes de aguas de colores, las flores y lamparitas de aceite que hacían reverberar con brillantes destellos los coloridos líquidos. Como remate, al pie del altar se formaba un tapete de semillas de salvado, al que se le dibujaban elaboradas figuras y se adornaba con pétalos de rosa.

Esta costumbre ha ido cayendo en de-suso; por fortuna, algunos centros culturales custodios de las tradiciones todavía los colocan, como el Centro Isidro Fabela que ocupa la preciosa Casa del Risco, con su incomparable fuente barroca de platos de porcelana.

Seguro les va a emocionar encontrar los objetos que menciona García Cubas en su detallada reseña. Se puede visitar hasta el domingo 28 de abril.

En estas fechas hay que aprovechar para cocinar en casa o ir a los mercados a disfrutar la comida típica de esta temporada: caldo de habas con su chorrito de aceite de oliva, trocitos de pan dorado, rajitas de chiles seco y los indispensables romeritos con tortitas de camarón y un rico pescado frito en su cama de hojas de lechuga fresca y rebanadas de jitomate y aguacate.