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Puntos sobre las íes

Recuerdos / Empresarios (C)

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▲ Paseantes en el distrito financiero de Pekín, junto a la escultura de un toro.Foto Ap
N

o puedo creerlo…

Haber llegado a un siglo de artículos de la serie Empresarios, es materia más que obligada para agradecer al Altísimo y, además, razón más que obligada, para seguirle dando a la tecla, que hace años era la de la Remington y hoy día es de la compu.

Cumplamos, pues.

Picado ya por lo que en la historia de la fiesta fuera y sigue siendo, Conchita Cintrón se refirió a don Carlos Rincón Gallardo, duque de Regla y Marqués de Guadalupe, quien, según sus palabras, pertenecía a las familias de los tuvo. Quería esto decir que tuvo gran fortuna antes de la ley de reforma agraria que dividió los grandes fundos de muchas familias mexicanas distinguidas entre sus peones. Era, pues, don Carlos, una de las personas que conocimos en esas condiciones.

“Pero el marqués de Guadalupe era un hombre nada vulgar y tenía un sentido del humor que le habrá ayudado mucho en la vida.

“‘Me hicieron un favor incalculable’”, me contaba don Carlos, refiriéndose a los instigadores de la ley agraria. Si tuviera fortuna, tendría automóvil; si tuviera automóvil, no andaría a pie; si no anduviese a pie… estaría hecho polvo. Así estoy, joven de cuerpo y espíritu.

“Y luego, sobre los problemas de los ricos, me decía, con buen, humor: ‘Fíjate qué suerte tengo. Si tuviera dinero estaría preocupado con las cosechas, como mi primo C, que se pasa la vida preguntándome si va a llover, porque si llueve, claro está, perderá dinero. Como yo no tengo dinero que perder, estoy tranquilo y tengo tiempo para escribir, montar a caballo y conversar’.

“Tenía razón en dedicar sus horas a esas tres cosas que tan bien hacía. Escribía divinamente –pertenecía a la Real Academia–, conversaba con extraordinaria cultura y montaba como el charro completo y elegante que era.

“Salí muchas veces a caballo acompañada por él para terminar en el Rancho del Charro, asistiendo a los entrenamientos con las reatas y a la doma de potros salvajes, arte en que se iba destacando entonces su sobrino y compañero inseparable, Alfonso Rincón Gallardo.

“Un buen día, el marqués de Guadalupe organizó una charreada en honor del rey Carol de Rumania y decidió darme en ese festejo, la alternativa de charro, debiendo yo colear con ese fin, un novillo.

“Creo que lo de menos fue el coleo, ya que, acostumbrada al ganado y a los caballos, no me fue difícil aprender a coger la cola a un toro que huía, abrir el caballo, alejándolo de la res, al tiempo que la sobrepasaba con objeto de hacerla perder el equilibrio. Las espectaculares caídas eran emocionantes.

“Pero, mi preparación activa fue lo de menos. Lo que nos dio más trabajo fue mandar hacer el traje y el sombrero y escoger el arreo, ya que el marqués era muy exigente cuando se trataba de los detalles que rodeaban al jinete mexicano.

“Yo nunca había visto a un rey que no fuera fabricado en Hollywood. Por ello, la mañana del festejo, mientras esperaba a caballo la llegada del ex monarca, mis pensamientos eran todos para él. ¿Cómo sería? ¿Cómo iba a tratarle? ¿Majestad? Lo de majestad me recordaba las películas de Los Tres mosqueteros. Ruy había dicho señor. Sería: ¿cómo está vuestra majestad, señor? ¡Que confusas me parecían estas cosas protocolarias!

“En esto apareció un hombre de aspecto nítidamente extranjero. Era, indudablemente, una persona fina: era el ex rey Carol.

“Lo vi aproximarse modestamente, casi humildemente; los caballistas que lo rodeaban no apagaban su presencia, que me pareció vivir cierta ausencia espiritual. Me saludó con amable sonrisa, mientras Ruy y el marqués juntaban los pies y saludaban a la visita con el debido protocolo. Yo, entre tanto, admiraba la desenvoltura con que hablaban en términos cortesanos. Felizmente, poco a poco, verifiqué –y más tarde confirmé– que para las situaciones protocolarias no hay nada como una sonrisa y un caballo, que, en buenas manos, sabe hablar. Coleé con mucha suerte a un novillo que dio la clásica y tan deseada caída de abanico”; esas, de las que saben a palmas y a lauros, como decía don Carlos. No quise repetir la proeza, por si acaso, y me retiré entre los aplausos de los espectadores, las sonrisas del monarca y la mirada aprobatoria de mi maestro.

(Continuará)

(AAB)