Opinión
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El bastón empuñado
E

n un número atrasado de La Voz Brava , que encontré olvidado sobre una mesa entre otros periódicos y otras revistas entre dos sillones en la sala de espera de If Press, Clarisa Landázuri se pregunta si solamente ella ha perdido la confianza en la manera en la que los asuntos bancarios se presentan a los clientes, a toda la gama de clientes, de los muy ricos, a los ricos, a los casi ricos, a los nunca ricos, a medida que avanzan el tiempo y la tecnología, así como simultáneamente decrece el trato personal, individualizado, entre cualquiera de los funcionarios y empleados, desde el director hasta el mensajero, pasando por los empleados y sus rangos, y sin excluir a los de limpieza ni a los de seguridad, y en relación a cualquiera de los clientes, de los más asiduos a los más esporádicos.

Clarisa ejemplifica sus comentarios con una situación que tuvo ocasión de presenciar en las cada vez menos deseables y más alarmantes visitas que hace a la sucursal 007 del Banco ZYX, que es el que tramita su pensión de viudez, mensualidad que le ha permitido montar el Café Bravo y vivir en Brava, pero que no le permitiría volver a asentarse y desenvolverse en la Ciudad, lo cual, por otra parte, ella de ninguna manera querría volver a hacer, aun cuando la pensión que recibe se lo permitiera.

Antes de referir la inquietante experiencia que presenció, se pregunta si transmitir la zozobra que a ella le causó, o si insinuar la importancia que para ella implicó su posible significado. Finalmente, dejó que la intuición guiara su tono y sus palabras, y que fuera el lector quien hiciera las clasificaciones y las reflexiones que quisiera, o quien no clasificara nada ni hiciera ninguna reflexión, sino que sencillamente leyera el comentario y se dejara llevar a dondequiera que la lectura lo llevara.

Así, empezó por contar cómo, cuando estaba por salir del Banco, después de una de estas lastimosas visitas que se ve en la necesidad de hacer periódicamente, vio entrar a un atractivo, alto y corpulento señor en sus setentas, de anteojos, calvo y barba de candado, hirsuta y gris, vestido de negro, camiseta, pantalón, zapatos, altos hasta el tobillo, de agujetas y de suelas de hule, que, con una bolsa visiblemente ligera a la espalda y apoyado en un bastón, se dirigió al empleado, encargado de designar a cada cliente a qué ventanilla o con qué ejecutivo acudir, y le expuso lo que él necesitaba, que era entrar a la bóveda para guardar algunos documentos en su caja de seguridad. Apenas el imponente cliente terminó de exponer, con toda claridad, precisión, firmeza y buenas maneras, cuál era el trámite que pretendía llevar a cabo, el empleado, por su parte, diligente, solícito y aun esmerado, de inmediato le informó que, lamentablemente, su solicitud no podía ser atendida, pues desde el mes de enero el Banco se encontraba más bien emplazado a indicar a los clientes respectivos que lo que debían hacer con sus cajas de seguridad era retirar lo que fuera que guardaran en ellas hasta dejarlas completamente vacías, ya que, por disposición de la autoridad bancaria máxima, y de manera inapelable y definitiva, quedaba suspendido el servicio de cajas de seguridad, en todos y cada uno de los bancos del país con respectivas sucursales.

Mientras que el empleado, con una voz cada vez más debilitada, transmitía al cliente el mensaje que le ordenaron transmitir, aumentó el tamaño, el volumen de la voz y, sobre todo, la indignación del cliente. Así, a la vez que gesticulaba con el bastón, como si estuviera a punto de descargar su enorme fuerza en un golpe definitivo contra el empleado, respondió que, si semejantes disposiciones eran una violación del principio de seguridad que un banco ofrece al cliente que lo contrata, eran todavía más aberrantes cuando no se notificaban con antelación al cliente.

Sin embargo, contrariado como se encontraba, procedió a vaciar su caja de seguridad y retirarse, con la mochila contra la espalda visiblemente recargada.