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Juárez: la rebelión interminable
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▲ Pedro Salmerón Sanginés.Foto María Luisa Severiano
Periódico La Jornada
Domingo 24 de marzo de 2019, p. a16

¿Qué hay detrás del personaje que consolidó a México como nación soberana e independiente, y que inauguró el Estado laico? En esta biografía del liberal Benito Pablo Juárez García (1806-1872), el historiador y académico Pedro Salmerón desentraña los vínculos del Benemérito de las Américas con las vicisitudes del siglo XIX. La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento del libro Juárez: la rebelión interminable, de Pedro Salmerón. © 2019 Ediciones Culturales Paidós, SA de CV, bajo el sello Crítica. Cortesía otorgada con el permiso de Grupo Planeta México

La biografía de Benito Pablo Juárez García inicia con un mito, un mito original que le da sentido a la leyenda heroica del personaje. Este mito, poderoso y significativo, está sustentado en la realidad histórica. Juárez fue, en efecto, el niño indígena de la Laguna Encantada que merced a su ambición salió en busca del mundo y, gracias a su tesón, voluntad y cierta dosis de buena suerte, se impuso a un destino que parecía condenarlo a la oscuridad y la miseria.

Benito Juárez nació el 21 de marzo de 1806, en San Pablo Guelatao, una aldea de veinte familias, aislada en la abrupta serranía del distrito de Santo Tomás Ixtlán, Oaxaca. No conoció a sus padres, zapotecas monolingües, y fue criado con cierta dureza por uno de sus tíos. También es cierto que desde muy niño se dedicó a las labores del campo hasta que, a los 12 años, posiblemente por algún descuido en sus labores o alguna travesura, y temiendo el duro castigo del tío, se fugó a la ciudad de Oaxaca, donde una de sus hermanas era cocinera en casa del comerciante Antonio Maza. La infancia de Juárez fue, como dice Justo Sierra, la de un muchacho casi desnudo, probablemente explotado por sus parientes, quizá maltratado hasta impulsarlo a huir. No hay que buscar en esa vida un adelanto, una prefiguración de un hombre de genio. No lo fue, Juárez fue un hombre de fe y voluntad, no de genio.

El niño zapoteca, monolingüe y analfabeto o semialfabeto (según su propia versión, su tío le enseñó rudimentos de lectura), vivía –como contó después en un breve relato autobiográfico, los Apuntes para mis hijos– con el deseo de conocer un mundo más amplio, esa ciudad de Oaxaca de la que le hablaban, con su magnífica catedral, sus grandes casas, sus amplias calles empedradas y, sobre todo, la posibilidad de trascender su destino mediante el dominio de la lengua castellana y la lectura; de modo que en 1818, a sus 12 años de edad, desnudo y a pie, emprendió el camino sin más patrimonio que las señas de la casa en donde trabajaba su hermana Josefa.

Alojado por unos días en la casa de los señores Maza –a la que entraría por la puerta delantera muchos años después, ya con el título de licenciado y siendo celebridad política local–, tuvo la suerte de que su hermana le encontrara colocación como aprendiz de Antonio Salanueva, ‘‘un hombre honesto y muy honrado –escribiría en sus Apuntes– que ejercía el oficio de encuadernador” y vestía el hábito de la tercera orden de San Francisco.

El taller de encuadernación fue la escuela del niño Benito Juárez, quien gracias a dos rasgos personales que lo acompañaron toda su vida, la memoria y la perseverancia, aprendió con rapidez, casi al mismo tiempo, a hablar, leer y escribir en español. Salanueva era profundamente religioso, y en Oaxaca no faltaban nunca misas y procesiones. El trabajo duro y honrado, la lectura y el recogimiento religioso contribuyeron a la formación de su carácter en la severa moral de ese catolicismo, una honradez inquebrantable y la convicción de que la redención estaba en el estudio.

Salanueva comprendió que ese niño, que llegó descalzo y desamparado a su casa, había nacido para algo más que para criado y encaminó sus estudios durante tres años, para luego, en 1821, en vísperas de la consumación de la Independencia, matricularlo en el Seminario de Santa Cruz, imaginando para él la carrera del sacerdocio. Juárez no era brillante, pero tenía un entendimiento claro y ponderado, una gran aplicación y disciplina, que le permitieron obtener las notas más altas en los seis años que pasó en el seminario, sin desatender sus labores en el taller de Salanueva.

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Es probable que hubiese sido un cura sin vocación de no cruzarse en su camino el Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca, fundado en 1826 a la sombra del nacimiento de la república federal y del liberalismo, de los debates suscitados por la Constitución de 1824 y, en general, del estado de efervescencia que vivía el naciente país.

Los años de formación de Juárez coinciden con el nacimiento de México como país independiente, años llenos de optimismo, de esperanzas desmesuradas en las riquezas y posibilidades de la nación que amanecía a la vida. Ese ambiente de euforia propició la apertura, en muchas capitales estatales, de instituciones laicas y liberales de educación superior. En una de ellas terminó Juárez la formación que había iniciado en el seminario, lo que lo convirtió en un hombre a caballo entre dos generaciones, entre dos formaciones distintas. Quizás a eso se deban la moderación y la tolerancia políticas que lo caracterizaron hasta su exilio en Nueva Orleáns.

Del instituto, Juárez contó en los Apuntes para mis hijos:

Al abrirse el Instituto en el citado año de 1827 el doctor don José Juan Canseco, uno de los autores de la ley que creó el establecimiento, pronunció el discurso de apertura, demostrando las ventajas de la instrucción de la juventud y la facilidad con que esta podría desde entonces abrazar la profesión literaria que quisiera elegir. Desde aquel día muchos estudiantes del Seminario se pasaron al Instituto. Sea por este ejemplo, sea por curiosidad, sea por la impresión que hizo en mí el discurso del Dr. Canseco, sea por el fastidio que me causaba el estudio de la Teología por lo incomprensible de sus principios, o sea por mi natural deseo de seguir otra carrera distinta de la eclesiástica, lo cierto es que yo no cursaba a gusto la cátedra de Teología, a que había pasado después de haber concluido el curso de Filosofía. Luego que sufrí el examen de Estatuto me despedí de mi maestro, que lo era el Canónigo don Luis Morales, y me pasé al Instituto a estudiar jurisprudencia en agosto de 1828.

En el instituto, Juárez entró en contacto con el liberalismo político y recibió una sólida formación jurídica que lo llevó a contrastar la vida provinciana y católica, en que había vivido, con las posibilidades a que se abría la novel nación. Diez años después de haber llegado a Oaxaca daba un segundo salto hacia el mundo.

Como estudiante de Jurisprudencia y discípulo de los más distinguidos liberales oaxaqueños, Juárez creó su criterio político y fue liberal. Desde que sustentó sus primeros exámenes públicos, con las mismas notas sobresalientes que había obtenido en el seminario, defendió, con argumentos jurídicos, la división y el equilibrio de poderes, así como el sufragio universal y directo como el más conveniente para el sistema republicano.

Esos dos temas eran en particular sensibles para los liberales mexicanos que, puestos a gobernar un país y a diseñar su régimen político sin ninguna experiencia previa, se enfrentaron al grave problema de adaptar las instituciones republicanas y democráticas a una nación pobre y desarticulada, que salía con trabajos del desgarramiento que significó la guerra de Independencia.

Desde muy joven, Juárez notó que la debilidad del poder ejecutivo, establecida en la Constitución de 1824, impediría la formación del Estado en el recto sentido del término, al mismo tiempo que se opuso a las tesis de los políticos centralistas y moderados, que después devendrían en conservadores, que intentaban limitar los derechos políticos a las clases poseedoras (...)