Política
Ver día anteriorDomingo 10 de febrero de 2019Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mar de Historias

Nada, nadie

H

ilario es el único hombre en la familia. Lleva tres años sin trabajo. La inactividad y la dependencia económica de sus hermanas lo han vuelto agresivo y susceptible. Cada vez que Lucila y Diana conversan en voz baja piensa que están criticándolo; si ríen, imagina que lo hacen blanco de sus burlas.

Eloísa, su madre, cree que la tensión en que vive Hilario disminuiría si se ocupara en buscar algo, como hizo durante los primeros meses de su desempleo. Entonces, aún seguro de sus capacidades, imaginó que en poco tiempo remontaría la situación. Aspiraba a conseguir un trabajo semejante al que había tenido en La Primavera, la mayor fábrica de muebles para jardín entre la media docena existentes. Las visitó. En algunas le dijeron que la producción había disminuido y estaban recortando personal; en otras, antes de entrar, fue rechazado por un aviso: No hay vacantes.

Hilario castigó sus aspiraciones. Enfocó sus miras hacia otras direcciones: estacionamientos, talleres, mercados, comercios, restaurantes, bodegas. No encontró nada. Nadie parecía siquiera escuchar su solicitud ni conmoverse ante su situación, cada vez más crítica, que no dudaba en exponer a fin de ser aceptado.

II

A fuerza de tantos rechazos, acabó por desistir de su búsqueda y aislarse de todo y de todos: amigos, vecinos, la familia. Hasta la fecha, si llega a la casa una visita él se atrinchera en el cuarto, junto a la cocina. Con sus hermanas habla poco y siempre que lo hace es en tono de lamentación, de burla o de reproche. Cuando se pone a la defensiva es particularmente cruel con ellas. La respuesta de Lucila y Diana ha sido el alejamiento.

Eloísa las acusa de impacientes e injustas; les suplica que traten de entender a su hermano, que se pongan en su lugar y se pregunten si en tal caso no actuarían como él lo está haciendo. Ellas no ceden. Declaran estar hartas de mantener a un bueno-para-nada que ni siquiera se los agradece.

Hace tiempo que las discusiones entre madre e hijas son cada vez más frecuentes y violentas. Se gritan. Se acusan. El único que sigue encasillado en la indiferencia y el silencio es Hilario. Aunque le duela, Eloísa reconoce que su familia se está desintegrando. Le gustaría decírselo a quien despidió a Hilario de La Primavera –no le interesa si fue el dueño o un jefe de arriba–, no para que lo reincorpore al trabajo, sino para que vea de cerca, en una familia concreta, los efectos que tiene el desempleo.

III

Cuando se queda a solas con su hijo, Eloísa busca el momento oportuno para refrendarle su cariño y su comprensión; luego, sin ánimo de reproche, le pide que abandone el aislamiento, que recapacite. La que lleva no es vida, no puede esconderse de todo el mundo sólo por el desánimo y la vergüenza que le causa el hecho de hallarse sin trabajo.

Disgustada por el mutismo de Hilario, ella endurece el tono. Le dice que ya está bien de tenerse lástima. Su caso no es cosa del otro mundo. Por desgracia, hay miles de personas en su misma condición y, además, no cuentan con ninguna ayuda. Él, en cambio, mal que bien recibe la de sus hermanas y la tiene a ella, que tanto lo quiere y sólo quiere lo mejor para él. Si le habla de ese modo es porque necesita verlo fuerte, decidido, como era antes. Que la oiga por favor: si los miles de personas que no tienen trabajo actuaran como él, media ciudad quedaría paralizada, desierta.

IV

Las palabras de su madre, lejos de estimularlo, provocan la irritación de Hilario. A gritos le pide que lo deje tranquilo, no aguanta sus sermones ni sus consejos. Y por si no lo sabe, a él vale gorro que haya otros desempleados. Esos ¡que se pudran! Lo que quiere es salir de su problema, del agujero donde ha caído sin que nadie lo ayude, sin que nada pueda salvarlo.

Sofocado, temblando de furia, escapa a su cuarto y allí permanece durante horas sin hablar ni oír la música que tanto le gusta. Para Eloísa son malas señales. Teme que Hilario acabe cometiendo una barbaridad. Lo vigila a distancia y, hasta donde es posible, evita dejarlo solo.

Diana y Lucila le advierten que se equivoca cuidando a Hilario como si fuera un bebé indefenso y no un hombrón de casi cuarenta años. Tiene que darse cuenta de que es un farsante y se está vengando de sus fracasos haciéndola sufrir y obligándola a que viva casi tan aislada como él. Eloísa les responde que exageran, están equivocadas, pero en el fondo empieza a tener dudas. Últimamente, cuando ha querido penetrar el hermetismo de su hijo, ha notado en sus ojos un brillo raro, una sonrisa cruel. Tiene miedo por lo que está sucediendo y más por lo que pueda ocurrir en el futuro. El tiempo pasa. Los años no perdonan, te van quitando oportunidades, te hacen retroceder hasta que te ponen contra la pared y no hay escapatoria.

V

El desánimo de Eloísa se hace más profundo cuando reconoce que, al menos por lo pronto, nadie puede ayudarla y nada cambiará. Si la angustia se le hace insoportable va a la iglesia para suplicar a San Lorenzo –el protector de los desempleados– que vuelva los ojos hacia Hilario, que lo ayude a conseguir trabajo de lo que sea, donde sea, antes de que se vuelva loco o cometa una barbaridad irremediable.

Cansada de pedir, en espera de una respuesta, Eloísa mira a su alrededor. Ve hombres que avanzan por la nave principal de rodillas y con los brazos en cruz; mujeres que encienden veladoras a los pies de San Lorenzo y se quedan frente a él con la cabeza inclinada murmurando oraciones. Ella no sabe ninguna, pero le cuenta al protector de los desempleados lo que le está sucediendo. ¿La escucha? ¿Abogará por su hijo? No es mucho lo que pide para él: sólo un trabajo de lo que sea, donde sea.

Liberada por el desahogo, Eloísa abandona la iglesia. No tiene que inventar pretextos que justifiquen su ausencia de la casa. Hilario no se lo preguntará: hace tiempo que no le importa nada ni nadie.