Política
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Mar de Historias

Redes nocturnas

M

agda ya no intenta luchar contra el insomnio. Sabe que en cierto tipo de personas es una especie de enfermedad crónica para la que no hay cura. Aceptarlo significa el alivio de eliminar la angustia y la posibilidad de hacer productivo el tiempo muerto. Por ejemplo, dedicándolo a escribir, como si se hablara con un amigo, acerca de las experiencias diarias.

Descubrió esa terapia cuando leyó en una revista femenina el artículo: Encuentre en el insomnio un confidente. Algunos párrafos reflejaban muy bien su situación y le dio por pensar que habían sido escritos para ella, lo que no significaba que creyera en las cualidades relajantes de la escritura.

Después, una noche, por simple curiosidad, decidió poner en práctica el consejo. El desahogo la descargó del mal sabor que le había dejado un miércoles nefasto. Empezó mal –falta de agua, discusión telefónica con su hermana, retraso en la llegada al trabajo– y terminó con el mensaje de Gonzalo en su celular: No me esperes. Tengo que ir a la planta de Lerma. Te llamo luego.

Aquel luego se ha prolongado meses. Durante los primeros, Magda se esforzó por comunicarse con su pareja. Sus intentos fueron inútiles. Sólo obtuvo la respuesta de un buzón de voz y luego, ni eso. Iban bien, pero de pronto él se enfrió. Magda ha dedicado mucho tiempo a explicarse el motivo del cambio, pero al final, por más que le dé vueltas, siempre obtiene la misma respuesta: Volvió con su esposa y no se atrevió a decírmelo en mi cara.

II

Se le ha vuelto costumbre desahogarse mediante la escritura nocturna. Cuando es mucho lo que necesita decir recurre a la computadora. Sus mensajes tienen el mismo destinatario: Gonzalo, pero siempre los borra. La pantalla, de nuevo vacía, la deslumbra con su brillo y le provoca un lacrimeo que se convierte en llanto. Sabe que no puede permitirse esos arranques. En su puesto tiene que ofrecer buena cara a los clientes. Procura controlarse escribiendo otro mensaje donde sólo aparece, repetido, el nombre de Gonzalo. Disgustada por su obsesión, lo borra.

No tendría que hacerlo si pudiera dirigirse a una persona con el afecto y la paciencia necesarios para interesarse en sus problemas. Desde luego cuenta con su hermana Aurora, pero no quiere agravar su situación –de madre soltera de un hijo enfermo– hablándole de sus problemas. En Abril, la facturista, no confía. Por ella, que se ostenta muy discreta, sabe que Lucio lleva relaciones con su cuñada; que Saulo, el alto moreno que recibe los coches, perdió el ojo izquierdo en un pleito de cantina y no por enfermedad; que a Chayito, la encargada de limpieza, su hijo le cobra mil pesos por alojarla en su casa.

Cuando se ve presionada y está a punto de confiarse en Abril se frena porque sabe que, tarde o temprano, volverá tema de conversación las confidencias que le haga: el fracaso amoroso, el temor a la inseguridad y, desde luego, a perder su empleo. Por supuesto, Abril no dejaría de referirse a su costumbre de escribir acerca de las cosas que le suceden a diario.

Es mejor esconder sus asuntos personales aunque eso le produzca sensación de ahogo y la lleve a confiarse a un papel o a su computadora. Se la compró a Saulo: necesitaba dinero para la operación de su niña. Al principio pensó que había hecho un gasto inútil. En la armadora hay cuatro computadoras y muy cerca de su casa hay un café internet. Podía recurrir a él cuando lo necesitara. Ahora piensa distinto. Ve su máquina como una confidente discretísima que lo olvidará todo en el momento en que ella le ordene suprimir.

III

Magda lleva mucho tiempo ante la computadora y aún no ha escrito nada. Son las cinco de la mañana, piensa al oír el primer coche que sale del estacionamiento en su edificio. Podría descansar un buen rato, pero desiste: la cama revuelta le desagrada. Además, necesita buscar sus lentes de contacto, meter en una bolsa la ropa que llevará a la tintorería y en un sobre las facturas para su contadora. Cuando empezaron su relación, Gonzalo se encargaba de ayudarla en la contabilidad, pero después, bajo pretexto de que su trabajo era muy pesado, dejó de auxiliarla.

No quiere seguir por el camino de los malos recuerdos y decide concentrarse en la computadora. Pasa la mano por el teclado y entra en el buzón. Nada que valga la pena. La tecla de borradores no la atrae. Opta por irse al lapicito que sugiere escribir. A Gonzalo, desde luego, ya no. Entonces, ¿a quién? Por primera vez piensa en el autor del artículo Encuentre en su insomnio un confidente. Se lo imagina maduro, alto, de piel rosada, lentes impecables y con el cabello relamido. Ese retrato imaginario le gusta: corresponde a un hombre sereno y confiable.

Sin pensarlo más, comienza a escribirle: “Hace tiempo leí sus consejos para las personas que padecemos insomnio. Nada más seguí uno: cuando me siento angustiada escribo en un cuaderno todo lo que me sucede en el día o mis ocurrencias. Hoy me dirijo a usted para compartirle mi idea: en esta ciudad tan estresante debe haber cientos, si no es que miles de personas que no pueden dormir. Propongo que formemos redes nocturnas para comunicarnos a distancia y de ese modo –quiero decir, escribiéndonos– compartamos nuestras inquietudes con libertad. Desde luego, tendríamos que identificarnos mediante una clave. Cuando regrese de mi trabajo procuraré inventarla. Se me está haciendo tarde. Por el momento, me despido. Y en la noche, si no puede dormir, no se angustie. Siga su propio consejo y encuentre en el insomnio un confidente.

Magda repasa el largo mensaje y ríe a carcajadas, como llevaba tiempo de no hacerlo. Esa dicha momentánea de alguna manera también se la debe al autor desconocido. Le gustaría, al menos, saber su nombre. Suprimir.