Política
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Nosotros ya no somos los mismos

Carlos Payán y Horacio Labastida

C

on motivo del reconocimiento que el Senado hizo a don Carlos Payán, al considerarlo merecedor de la presea Belisario Domínguez, el señor Julián Andrade, quien se identificó como hijo de un viejo amigo (ya fallecido) del homenajeado, escribió una memoriosa y cálida felicitación de la que rescato estos renglones: Payán es un referente del periodismo, pero quizá eso no refleje, en su amplitud, lo que en realidad hizo a lo largo de los años para apuntalar la libertad y la pluralidad.

Al leer esta opinión recordé un encuentro con Carlos, que refrenda cabalmente la descripción que el señor Andrade hizo de él. Un día, de un año que no recuerdo, me llamó Payán y me pidió que lo visitara en las oficinas (tan poco sé de fijo, si eran las de unomásuno o las de La Jornada). Quería pedirme un favor. La razón del diario, su inclinación, sus objetivos y su código profesional de conducta, los dejamos claros desde los orígenes: dar voz a los que nunca la han tenido. Sin embargo, conforme el periódico ha ido llenando el inmenso vacío de información veraz, oportuna, objetiva que ha caracterizado a la sociedad mexicana, las reacciones no se han hecho esperar. Desde muchos lados, me dijo, se nos sataniza: somos enemigos permanentes no sólo del gobierno sino de los valores fundamentales de la nación. Somos un diario ultra, radical, tendencioso. Somos difusores cotidianos de las ideas más destructivas y cabeza de playa de los gobiernos totalitarios que siguen siendo amenaza de nuestro mundo occidental y cristiano. (Probablemente en la crónica me excedí ligeramente, pero sólo en la forma y no en el fondo.) Continuó Payan: “Pienso que no debemos entrar en polémicas que sin duda van a tensar más la situación y sin ningún beneficio, es mejor echar abajo esos infundios con hechos, con acciones que hablen por sí mismas: en concreto, necesito en nuestras páginas la presencia regular de un priísta distinguido, de un militante cuyas calidades intelectuales y éticas estén fuera de toda duda. Que su imagen pública sea el reflejo de su vida privada. Que no tenga cola que le pisen, que sus opiniones sean independientes y que, además, sepa escribir. Por eso te pedí que vinieras. Pienso que tú eres la persona que… [en este momento, con un simple garnucho me habría resquebrajado, se me secó la garganta, alteró el pulso y a punto de decir: ¡Sí, acepto. Protesto!] Payán continuó: mejor me puede orientar sobre quién es esa persona que ­necesito...”

Después de esa muerte chiquita (así se le decía en mi pueblo y en mi tiempo a estos difíciles momentos), tuve que aceptar que mi inelegibilidad era responsabilidad totalmente personal y entonces dolido, pero sin rencores, me apliqué a cumplir la encomienda lo mejor posible, sobre todo tomando en cuenta que don Carlos no me había provisto de una mínima linterna marca Diógenes, para encontrar dentro de las filas partidarias al Clark Kent que requería. Examiné nombres de varias generaciones: Vicente Fuentes Díaz, Moisés Ochoa, González Pedrero, Arturo González de Cosío, Porfirio Muñoz Ledo, Fernando Zertuche, Ángel Bonifaz, Osante López, González Avelar, García Ramírez, García Azcoytia. Había nombres que llenaban con creces los requerimientos de Payán: Luis Villoro, Henrique González Casanova pero, ni eran ni habían sido jamás militantes priístas. De pronto, como el manzanazo del descalabrado Isaac Newton, la indecencia de Arquímedes (padre del exhibicionismo) que desnudo sale de su bañera gritando por las calles de Siracusa: ¡Eureka! ¡eureka!, feliz de haber comprendido, al fin, que el volumen de las pompas que son introducidas a una bañera, es igual al volumen del agua que resulta desplazada por esa intromisión o, algunos siglos después el grito destemplado de Rodrigo de Triana, que desde el mástil de la Santa María, proclamaba el milagro: ¡Tierra, tierra! Pues así, como una epifanía, me llegó el nombre indicado: maestro universitario con estudios de posgrado en la Universidad de Berkeley, ex rector de la Universidad de Puebla, ex director de la Revista de la Universidad y director de Difusión Cultural. Embajador en Nicaragua y, a la sazón, senador por el estado de Puebla.

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▲ Carlos Payán Velver, director fundador de La Jornada, tras recibir la medalla Belisario Domínguez 2018, durante la sesión solemne en la antigua sede senatorial en Xicoténcatl, el 19 de diciembre pasado.Foto Cristina Rodríguez

Le hice, de golpe, la propuesta: aceptar el ser columnista permanente del diario, proyecto apasionante de un periodismo que pretendía regresar a los orígenes: reivindicar a Zarco a Juan Bautista Morales (el maravilloso Gallo Pitagórico), a Ignacio Ramírez, Guillermo Prieto y, ya cerquita, a los Flores Magón, los Marcué y los Scherer, los Leñero. Se conmovió, se cimbró. Le atajé la respuesta y concluí: Platiquemos con Payán, maestro, y decida.

Así lo hicimos en el restaurante Lincoln, de Revillagigedo. Al final de la reunión, Carlos Payán rebosaba de contento: había incorporado un colaborador que, hasta unos días de su fallecimiento dio al diario honra y prez. El nuevo colaborador, emocionado, hacía ya planes para su nueva misión que, afortunadamente duró varios años. Yo me desquité con una doble ración de mis Martinis. Julián Andrade, citado al principio, tenía razón: para Payán eran principios fundamentales la pluralidad y la libertad. Pero… ¿el nuevo colaborador los garantizaba? ¡Por supuesto! Estamos hablando de don Horacio Labastida.

Twitter: @ortiztejeda