Opinión
Ver día anteriorJueves 13 de diciembre de 2018Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Reyes y revoluciones
D

esde hace siglos, los franceses mantienen vivo en su espíritu el culto de dos pasiones, tan profundamente ancladas en la mente, que han ganado tanto el respeto de la razón como los impulsos del corazón: culto de la monarquía y culto de la revolución. La consagración del poder absoluto y el triunfo de la masacre de todo poder. Esto parece contradictorio, síntoma de un ataque de crisis esquizofrénica, pero las dos pasiones viven juntas, se suceden de generación en generación y forjan la Historia de este pueblo. La fascinación del poder monárquico encuentra acaso su cumplimiento más espectacular cuando el rey, conducido al cadalso, encarna durante un instante histórico, a la vez y al mismo tiempo, la monarquía y la revolución. Las dos pasiones se han fusionado en la convulsión de un gesto único que parece obedecer a la exhortación surrealista: ‘‘la belleza será convulsiva o no será”.

Hoy día, la convulsión ha vuelto y los franceses parecen haber reanudado con sus tradiciones seculares. El presidente, término utilizado por la República para designar al rey, después de haber sido incensado al inicio, con todo el ritual del culto monárquico, sobre todo por sus partidarios seguidos de los medios que la propagaron, el presidente, quien se designa a sí mismo como Júpiter, adepto del poder absoluto y vertical, se ha desplomado profundamente en los sondeos de popularidad, al extremo de ver despertarse el espectro de la revolución.

Algunos escuchan ya los tambores que acompañan la ejecución en el cadalso y sueñan ver caer cabezas: para alcanzar lo sublime de la trage-dia, en el teatro como en la vida ordinaria social o política, se tiene necesidad de sacrificio y de sangre.

Se cuenta que en Versalles, en 1789, la reina María Antonieta habría respondido a los sublevados, quienes carecían de pan y lo reclamaban al ‘‘panadero, la panadera y el mozo de panadería” (motes del pueblo para referirse al rey, la reina y el delfín), que, si faltaba el pan, no tenían más que comer bollos. Esta réplica es del tipo de frases que conduce muy pronto al pie de ese instrumento inventado por el buen doctor Guillotin para abreviar el dolor de los decapitados: la guillotina. Tales extremidades no son actuales. Pero, entre los llamados chalecos amarillos, quienes manifiestan en todo el país sin obtener respuesta a nivel de sus exigencias, aumenta la cólera, convencidos de oír palabras semejantes a las pronunciadas antaño por los privilegiados del antiguo régimen. Los chalecos amarillos hablan de fines de mes difíciles, de hijos a quienes no pueden alimentar, y se les responde que la urgencia es el calentamiento climático mientras ellos quisieran comenzar por calentar su cuarto.

El diálogo es un diálogo de sordos, y la ruptura entre dirigentes y dirigidos alcanza aho-ra el extremo donde no puede sino engendrarse la violencia de la guerra civil, cuando no la violencia de la revolución.

Una palabra se escucha a menudo para designar la situación actual de Francia: la palabra caos. Nada más difícil de analizar o comprender lo que es el caos y pretender prever con exactitud hasta dónde tal movimiento puede conducir a quienes se dejan llevar por su dinámica. Cuando la pasión se apodera de los hombres, nadie puede prever lo que ocurrirá. Lo mejor y lo peor son posibles. Tal es la situación de espera en que se hallan los franceses. Algunos están muy inquietos, ansiosos, otro desean aún conservar la esperanza. Víctor Hugo, quien vio caer monarquías, levantarse revoluciones y observó el caos de muy cerca, reconocía que el porvenir no pertenece a nadie, más que a Dios, según la creencia que le inspiraba el nombre de Dios cuando no tenía ninguna otra posibilidad de explicación. El porvenir es lo desconocido. Todas las revoluciones son un salto en lo desconocido. Parecería que los franceses, hartos de la monotonía de los poderes que se suceden y no cambian nada, se sientan tentados por estesalto en lo desconocido.