Opinión
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Los laberintos de Del Paso
F

ray Alberto de Ezcurdia, quien comenzaba sus admirables cursos en la Facultad de Filosofía hablando de la época en que los hombres no hacían distinciones entre sueños y vigilia, me invitó a comer en su casa, desde donde podía contemplarse, abajo, la ciudad, y, a lo lejos, los volcanes.

De sobremesa, me pidió leerle en voz alta algunas páginas de José Trigo, primera novela de Fernando del Paso. Llegó el crepúsculo sin que ni fray Alberto ni yo nos diéramos cuenta del paso de las horas, atrapados en la telaraña de rieles en desuso y viejos vagones abandonados en ese cementerio ferroviario que era Nonoalco-Tlatelolco. Cuando, de vez en cuando, alzaba la vista del libro para mirar a lo lejos, volvía a ver, flotando por encima de la urbe, la aparición fantasmagórica de ese laberinto de furgones convertido en campamento de ferrocarrileros. La lectura de José Trigo hizo reaparecer, entre sus frases y los volcanes, la visión de esos vagones con ventanas adornadas por macetas de geranios y margaritas que daban, a esa población precaria, refugio de nómadas, carácter perdurable.

Durante las visitas a mi tía Eva, quien habitaba en la calle Santa María la Redonda, cerca de Nonoalco-Tlatelolco, era una aventura, digna de grandes exploradores, perderse entre esos vagones donde íbamos de un descubrimiento a otro. Del Paso me devolvió a esos años de la infancia y me extravió en su laberinto de revelaciones. Escribí una reseña sobre José Trigo, publicada en Diorama de la Cultura, suplemento dirigido por Rodríguez Toro. Fernando me la recordó cuando nos conocimos durante su estancia en París. Nuestros encuentros fueron frecuentes: yo iba diario a la biblioteca de La Maison de Mexique en la Ciudad Universitaria y él habitaba ahí un departamento con salida al jardín.

Del Paso había dejado su trabajo en una radio londinense para completar en Francia su documentación sobre los emperadores Maximiliano y Carlota. Para sostenerse económicamente, colaboraba en Radio France Internationale donde lo acogió el director Ramón Chao.

A cada encuentro en los jardines, Fernando me hablaba del nuevo laberinto que construía desde el interior de sus corredores y del cual las salidas se abrían a otros laberintos donde él iba descubriendo los pasajes secretos. En varias ocasiones, recitaba de memoria, de pie bajo el follaje de los árboles, algunos párrafos escritos por la mañana temprano de Noticias del Imperio. Se veía iluminado, poseído por sus creaturas, convertido en ellas, a la vez emperador y emperatriz, él fusilado, ella loca.

Fernando tenía muchas cualidades. Una, y no la menor, era la generosidad. La desmesura fue su dimensión. Dar y darse eran actos cotidianos y espontáneos en él. Generosidad en su vida y obra, no sabía escatimarse ni escatimar nada. De ahí, sin duda, su gran capacidad de trabajo, que le permitía escribir a la vez Noticias..., un libro de cocina preparado con Socorro, su mujer, guiones para radio. Y, mientras luchaba contra las enfermedades, se dedicaba a la pintura. Nombrado agregado cultural de la embajada de México en Francia y luego cónsul, labores que no descuidaba, hacía festejos, en su departamento, siempre con Socorro, a mexicanos invitados a actos culturales en Francia. Al contrario de tantos otros, Del Paso hacía todo lo posible para ayudar a la promoción de obras ajenas, robando el tiempo a la suya. Cuando la publicación de Las batallas en el desierto, novela de José Emilio Pacheco, introducida en Francia por Jacques Bellefroid, Fernando participó en su presentación en París.

Hombre extraño en época de rupturas y familias recompuestas, poseía otra virtud: la fidelidad. A sí, a su vida, a su obra y a su familia, su esposa Socorro y sus hijos. Los laberintos siguen a veces rutas derechas.