Opinión
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Refugiados
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ntre 1982 y 1984, al menos 46 mil guatemaltecos (según conteo, en 1984, de la Comisión Mexicana de Ayuda a los Refugiados, que no computa a quienes entraron sin darle cuentas al gobierno), casi todos ellos campesinos indígenas, se instalaron en nuestro país, mayoritariamente en la selva Lacandona, de donde muchos fueron trasladados por la fuerza a Campeche y Quintana Roo. Huían del terror de Estado que en su país, se tradujo en una enloquecida campaña contrainsurgente contra las comunidades de El Ixcán y El Petén, además de otras modalidades sumamente ­violentas.

Desde 1976 el ejército guatemalteco había agredido a las comunidades y asesinado dirigentes en el contexto de la guerra sucia de aquel país hermano, pero fue en 1982 cuando la represión selectiva dio paso a la política de tierra arrasada. Del 13 al 28 de febrero, el ejército perpetró siete masacres, matando a 117 personas. El 14 de marzo asesinó a otras 324, algunas de ellas quemadas vivas. Y esa política criminal se prolongó durante el resto del año y al menos, durante los tres siguientes.

En el contexto de esa brutal re­presión y aquellos crímenes de lesa hu­manidad, miles de campesinos huyeron a los países vecinos, en un proceso que duró dos años. Los pobladores de El Ixcán y El Petén, vecinos a Chiapas, optaron por nuestro país. En un momento previo (1980-1981) la policía de migración mexicana los trató como ilegales y los devolvió a Guatemala… Pero el hecho documentado de que al ser devueltos muchos encontraban de inmediato un destino fatal, y el aumento exponencial de la huida (el éxodo) a lo largo de 1982 (así como la presión de la opinión pública internacional), obligó al gobierno mexicano a cambiar su política y a aceptarlos como refugiados. Quizá el evento parteaguas ocurrió a partir del 10 de octubre de 1982, cuando el potrero del rancho Puerto Rico, inmediato a la frontera, amaneció cubierto de mujeres, ancianos y niños asustados, hambrientos y enfermos, que en unos días más, sumaron 5 mil 500 personas hacinadas en dos poblados improvisados. El dueño del rancho, Antonio Sánchez Meraz, los ayudó en lo que pudo, incluso, en esos días en que cotidianamente veía morir al menos a un niño, perdió a su propia hija.

En 1984, cuando el gobierno mexicano entendió la magnitud de la tragedia y la imposibilidad de devolver a los miles de guatemaltecos que cruzaban a nuestro territorio, decidió reubi­carlos, “sin tener en cuenta la opinión de los afectados que en su gran mayoría habían expresado el deseo de permanecer… cerca de la frontera”. Los soldados mexicanos terminaron quemando las casas y los sembrados de quienes no quisieron marcharse, para forzarlos a hacerlo, y los instalaron en campamentos de Campeche y Quintana Roo, aunque un número indeterminado escapó para regresar a la clandestinidad en Guatemala o refugiarse en los ejidos de Ocosingo, Las Margaritas y otros municipios de la región.

Una década vivieron en México, durante la cual dinamizaron la economía agrícola de regiones antes deshabitadas; muchos trabajaron también en la limpia y rescate de zonas arqueológicas o en las plantaciones de café. La derecha y sus medios estridentes los acusaban de comunistas, aunque no intervinieron en los asuntos internos; o criminales, sin mayor sustento que el del señor Trump ante los millones de mexicanos sin papeles que viven hoy en Estados Unidos.

A partir de 1992 la mayoría de los refugiados inició un retorno colectivo ejemplar. Como dice Jan de Vos en Una tierra para sembrar sueños (de cuyo capítulo VIII provienen todas las citas textuales):

Los refugiados guatemaltecos dieron al mundo entero un ejemplo de responsabilidad cívica que tuvo trascendencia nacional e internacional. Su experiencia dolorosa hubiera podido ser el capítulo más negro de la centenaria opresión sufrida por los mayas. Pero fueron capaces de sublimar su sufrimiento, al grado de convertirse en el sector más dinámico y comprometida de la sociedad guatemalteca. Y dejaron en México semillas y frutos, que quien lea ese libro maravilloso descubrirá.

Las reacciones de la prensa derechista de los años 80 se parecen, por su virulencia, incoherencia y racismo, a las de la prensa fascista o pro nazi de 1938-1940 ante la llegada de decenas de miles de refugiados españoles, alemanes, judíos o austriacos… pero palidecen ante la miseria exhibida estas semanas en las redes sociales frente al éxodo hondureño (justamente en un México que, sin las remesas de los migrantes ilegales en Estados Unidos, ya se habría hundido).

Hay veces que me avergüenza ser mexicano. Luego salgo de las redes sociales y veo la solidaridad desbordada que apoya a nuestros hermanos hondureños, y se me quita: esos otros mexicanos, la mayoría, saben o intuyen que la siembra de un miedo artificial y falso al otro, que la xenofobia y la discriminación, son la simiente del fascismo.