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Costos de una injerencia
L

a guerra que declaró Felipe Calderón costó al país, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), 121 mil 683 muertos; en el primer sexenio del año en curso el gobierno de Enrique Peña Nieto alcanzó y rebasó en mortandad a su antecesor tras un 2017 que fue el año más sangriento del que se tenga memoria (29 mil 159 homicidos violentos) y entre enero y abril de 2018 el Sistema Nacional de Seguridad Pública registró 10 mil 395 asesinatos dolosos; en total, durante el salinato y el peñato la población habrá perdido a más de 250 mil de sus integrantes y otros 38 mil estarán en el limbo de la desaparición forzada, que en muchos casos es simplemente el pudridero de una fosa clandestina o de un contenedor refrigerado que recorre pueblos y regiones sin que nadie sepa qué hacer con su carga.

Siguiendo las recetas impuestas desde el extranjero, los primeros gobiernos neoliberales cancelaron todo horizonte de mejoría para decenas de millones, echó del campo y de la industria a otros millones y una pequeña parte de ellos –los que no pudieron o no quisieron irse a Estados Unidos, agregarse a la mendicidad o poner un puesto en un mercado ambulante– acabó en alguno de los segmentos delictivos: 400 mil empleos directos genera el narco en sus diversos procesos, desde los campesinos sembradores de mariguana y amapola hasta los capos célebres, pasando por menores dedicados al halconeo, madres de familia que completan el gasto con el menudeo de dosis, camellos de medio kilo, transportistas de gran escala, gatilleros y sicarios ultraviolentos, contadores, médicos, abogados, secretarias, infiltrados profesionales en las estructuras policiales, militares, políticas y judiciales.

La siguiente generación de neoliberales al mando puso en práctica la idea de eliminar a la mayor cantidad posible de ese mundo y alentar a sus habitantes a que se mataran entre ellos. En un inicio Peña Nieto prefería los arreglos discretos y las capturas incruentas por sobre las aparatosas ejecuciones de Calderón, pero pronto las cosas se salieron de control y ocurrieron Tlatlaya, Tanhuato, Apatzingán y otras masacres. Total, un cuarto de millón de muertos; 58 diarios, en promedio, uno cada 24 minutos, durante 12 años. Y no todos han sido narcotraficantes ni delincuentes de otros ramos. Hay también soldados, policías y marinos, así como gente que no tenía nada que ver. Ya encarrerada, la violencia se abatió sobre choferes, albañiles, curas, periodistas, políticos, comerciantes, músicos, empresarios, estudiantes, profesionistas, trabajadores sexuales, niñas y niños, adolescentes, ancianas y ancianos. Y bebés.

Es imposible saber si la estrategia catastrófica le fue ordenada a quien la inició –Calderón– desde Washington, pero hay pruebas de que fue operada por la embajada estadunidense en varios de sus tramos y de que el usurpador cedió al gobierno vecino decisiones que habrían debido tomarse en México. Ayer, al responder a una declaración de Roberto Madrazo en el sentido de que en 2006 Andrés Manuel López Obrador habría ganado la Presidencia si hubiera habido un recuento de votos –es decir, que Fox, Calderón y Luis Carlos Ugalde hicieron fraude, y que el Tribunal Electoral lo legitimó–, el michoacano aseguró que el apoyo político en todo el proceso de transición fue creciendo significativamente a mi persona.

Miente. En un cable confidencial fechado el primero de septiembre de ese año, el entonces embajador Anthony Garza advertía que Calderón se encontraba en la mayor situación de debilidad política posible, hablaba de la erosión de su finísima línea de legitimidad, ante la cual iba a necesitar mucho apoyo de Estados Unidos, e informaba: Desde la embajada nos embarcaremos de inmediato en un proceso de planificación de la transición con el equipo de Calderón para promover las áreas que son prioritarias para nosotros (https://is.gd/AwuzwH). Meses más tarde el calderonato, por medio de Genaro García Luna, le ofrecía al entonces secretario de Seguridad Interior de Washington Michael Chertoff, libre acceso a nuestra información de inteligencia en seguridad pública (https://is.gd/Q2hsK7) y para 2010 el sucesor de Garza en la representación diplomática, Carlos Pascual, diseñaba el relevo del Ejército por la Policía Federal en Ciudad Juárez, un plan al que Calderón se limitó a dar luz verde (https://is.gd/PQ4R4M).

Aunque la supeditación de Peña Nieto a Washington está probada en forma contundente con sus actos de gobierno –y aquí importan más las reformas estructurales que las caravanas ante Donald Trump–, en materia de seguridad pública tomó, al parecer, cierta distancia. Queda entonces la incógnita de por qué decidió seguir, cambios cosméticos de por medio, la desastrosa estrategia calderonista. Lo cierto es que ha sido una de las más mortíferas intervenciones estadunidenses en México y que se ha desarrollado en pleno siglo XXI.

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