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Puntos sobre las íes

Recuerdos / Empresarios (LXXXVII)

“T

odos nerviosos…

“Y no era para menos. Allá, en Rancho Seco, al calor del tequila, Ruy da Camara, Chucho y Eduardo Solórzano, se envalentonaron con el hermoso y bien armado cuatreño, pero al llegar a México fueron a los corrales de las plaza y ahí sí que, con los ojos bien abiertos, se dieron cuenta de la catadura del pupilo de don Carlos Hernández y se alarmaron y discurrieron de varias ‘posibles soluciones’, todas ellas más que disparatadas.

Monterito era una de las grandes incógnitas que solamente se revelaría el día de la corrida. Cuando no hay caballos, resulta peligroso ser rejoneador. ¿Se portaría bien? El domingo anterior había estado muy incierto, consignó la gran Conchita en su sensacional libro Recuerdos.

“Después de montar, me entrenaba, como siempre, a pie. El banderillero Yucateco me hacía de toro con la constante amenaza de no embestir, a no ser que le toreara con la mano izquierda.

‘“El domingo la gente tiene que creer que somos zurdos’, decía entusiasmándose con sus propias palabras.

“El 3 de septiembre pasé la mañana despierta. El domingo anterior había salido al ruedo segura de mi papel, porque la gente no esperaba nada, y cuando no se espera nada todo parece maravilloso.

“Ahora todo era distinto; el público iría a la plaza para observar, para analizar y para criticar. Sobre todo, los aficionados serios, pues éstos tendrían ganas de verificar por qué motivo la prensa se atrevió a equipararme con los ases de la novillería. No cabía duda, mi papel había cambiado.

“Antes de los toros nos juntamos en el saloncito del apartamento.

“–Me gustaron mucho los toros en el encierro –dijo Chucho, por mencionar algo animador.

“–Vamos a ver –comentó Ruy–. Hoy es el día decisivo; si fracasa regresaremos a Perú. Si triunfa, ¡sabe Dios!, quizá venda el picadero.

“–Luego –filosofó Solórzano, pensativamente, dirigiéndose a mí con la experiencia de muchos años como torero –este saloncito está que no se cabe en él, o no estamos más que Ruy y yo consolándote.

“–Te equivocas –interrumpió mi maestro–. Estarás tú, conmigo no cuentes. Para estar mal no valía la pena salir de Lima.

“En el apartamento me sirvieron el mismo almuerzo sencillo del domingo anterior, pero aun así, fue distinto. Aparecieron tres camareros y se preocuparon muchísimo de que todo estuviera a mi gusto. Varios botones entraron y salieron –toda la semana me habían rodeado de sonrisas—y firmé algunos autógrafos.

“En la calle me esperaba mucha gente sonriente, que aplaudía y me deseaba suerte.

“Mientras se lo agradecía, un remolino de pensamientos se adueñaba de mí ¿Se portaría bien Monterito? ¿Saldrían picadores? ¿Cómo sería aquello de los quites? ¿Cómo saldría el de Rancho Seco? Yo… ¡Ah, yo sí que podía con el! Un lance de tanteo, el segundo más cerca, el tercero…! Mi corazón palpitaba tan de prisa que me faltó el aire; suspiré y regresé a la realidad ¡Aún estaba fuera de la plaza! Qué gente tan simpática. Sentí cariño, verdadero cariño, hacia las personas que me aplaudían.

“Sujeta a las maderas, exactamente sobre la puerta del patio de cuadrillas de El Toreo, estaba una imagen de la Virgen de la Macarena colocada en ese lugar por la madre de Carlos Arruza ¡Nunca la vi más bonita! Desde mi caballo le rogué que me protegiera. Sonó el clarín.

“Salí al ruedo con un entusiasmo tremendo; era como si presintiera lo que estaba por acontecer.

“El primer novillo se lo brindé a Rodolfo Gaona que, excepcionalmente, estaba en los toros. Al enfrentarme después con el novillo y arrancarse este con mucho nervio, aguante a pie firme la embestida. Entonces, ocurrió algo terrible: al llegar el preciso instante de iniciar el pase, no pude mover la muleta; el palillo estaba enganchado en la correa de los zajones. (Desde entonces, jamás cogí una muleta si el gancho no estaba bien cerrado.) Era demasiado tarde para huir. Sería peor, el novillo se me echaría encima. Entonces, sin moverme, levanté con la espada el pico de la muleta. El animal se distrajo y pasó con la velocidad de un tren.

“–Has estado muy bien –me dijo después Gaona–, pero no me explico por qué codilleaste tan peligrosamente en el primer muletazo.

Ni él ni nadie se lo explicó y en mi vida volví a dar un pase tan ceñido.

(Continuará)

(AAB)