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Vox Libris
La lengua de los dioses
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▲ Andrea Marcolongo (Milán, 1987), estudiosa del griego clásico, en una imagen incluida en La lengua de los dioses, su primer libro.Foto Paolo Colaiocco
Periódico La Jornada
Domingo 23 de septiembre de 2018, p. a16

La investigadora Andrea Marcolongo desarrolla nueve razones para amar el griego, idioma que nunca ha dejado de seducir a hombres y mujeres, en su obra La lengua de los dioses, publicada por Taurus, sello de Penguin Random House Grupo Editorial, que no es un manual tradicional, sino una síntesis del alma. Con autorización de la editorial, La Jornada ofrece a sus lectores un adelanto de ‘‘la sorpresa editorial del año en Italia’’

Deseo. Desiderio en italiano. En francés désir, en portugués desejo. Del latín desiderium, palabra formada a partir de de-sidera, la preposición que indica proveniencia, lejanía, y ‘‘estrellas’’. Clavar la mirada en una cosa o una persona que atrae, como de noche clavamos los ojos en los jeroglíficos de las estrellas.

Alejamiento, es decir, apartar la mirada, dirigirla a otra parte. Las estrellas ya no se ven. Faltar. Clavar el pensamiento entonces en una cosa o una persona que no se posee y que se anhela. O sea, desear.

En griego antiguo todo esto se dice en modo optativo. Como en este fragmento de Arquíloco:

‘‘¡Ay, si me fuera posible tomar así a Neobule de la mano...!

¡ (...) y caer sobre su odre dispuesto a la faena y acoplar vientre sobre vientre y muslos con muslos!’’

El griego antiguo concebía y representaba a través de la lengua la realidad de una manera del todo distinta a la nuestra también gracias al gran esmero usado a la hora de elegir los modos verbales. En nuestro idioma el grado de realizabilidad (y por lo tanto de deseo) de una acción es por completo independiente de los modos verbales utilizados y se expresa a través de adverbios y locuciones; un montón de palabras, quizá demasiadas, para decir o no decir qué pensamos. En griego antiguo, en cambio, cada acción humana era evaluada a partir de su grado de realidad: a cada grado le correspondía un modo verbal específico escogido por el hablante. Así pues, un verbo, más allá de su valor sintáctico dentro de la frase, indicaba siempre objetividad si era conjugado en modo indicativo, o voluntad/eventualidad si era conjugado en modo subjuntivo o en modo optativo. ‘‘¡Antes volvería a la vida!», dice un personaje de Aristófanes en Las ranas, 177.

En griego antiguo sólo el que habla evalúa la vida y es quien da una medida de ella, escogiendo con libertad el modo verbal con el que va a representársela a sí mismo y a los demás: vida verdadera, concreta, objetiva, o bien eventual, subjetiva, en entredicho. Posible o imposible. Deseo realizable o irrealizable.

He aquí un esquema de los grados de realidad a través de los cuales el griego antiguo evaluaba los acontecimientos de la vida, que nos permite comprender cómo se situaba ante ellos a través de la elección de los modos verbales. Para entenderlo es preciso rascar la superficie y comprender su sentido en nuestra lengua; el ejemplo escogido va de mar. Y nosotros, obligados a rompernos los cuernos con el griego antiguo, no tenemos más remedio que convertirnos en buzos de significado.

Opuesta, pero al mismo tiempo idéntica a la realidad es la irrealidad: lo que nunca ha sido o nunca será tiene el mismo grado de objetividad y de imparcialidad que lo que ha sido o lo que será. Ambas percepciones objetivas del hablante eran expresadas en griego por el inequívoco modo indicativo, sin titubeos. La primera y la última frase incluidas en el recuadro que encontramos a continuación, ‘‘querría navegar por mar’’, expresan realidad e irrealidad; en nuestro idioma no hay diferencia lingüística alguna entre el grado de las acciones, confiadas al juicio del hablante. Las palabras escritas o pronunciadas son las mismas, idénticas; es en la intimidad del que habla, cuando cada uno echa cuentas en su fuero interno, cuentas imparciales también lingüísticamente, cuando madura la decisión de zarpar o de no zarpar; y de ese modo la acción resulta posible o imposible.

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Nuestra lengua no tiene modo alguno de distinguir la realidad o la irrealidad de los hechos expresando un puro y simple deseo; todo depende de nosotros, solos por la mañana delante del espejo, y de la integridad de nuestras palabras (para quien sepa lo que quiero decir; los demás que tengan paciencia).

Entre realidad e irrealidad se insinúan en griego dos grados subjetivos de realidad, estrictamente dependientes de la manera de ver el mundo y de expresarlo por medio de palabras que tiene el que habla: la eventualidad y la posibilidad.

La eventualidad es la posibilidad concreta de que una acción se cumpla; en griego antiguo se expresa en subjuntivo. En nuestra lengua la eventualidad real se expresa con el condicional, de ahí la expresión latina conditio sine qua non, que es el punto fijo, el punto de partida, para que algo se realice de verdad. Por este motivo, en el esquema reproducido en la página siguiente, la segunda frase ‘‘querría navegar por mar’’ indica que todo está listo y existe en una eventualidad concreta de cumplimiento de la acción: no hay más que esperar que sople viento favorable, desplegar las velas y zarpar.

La posibilidad, en cambio, es una proyección del hablante, de sus deseos, de sus intenciones, incluso de su amor, a través del uso de la lengua. En griego era expresada por el optativo desiderativo, el más personal y el más íntimo de los modos verbales. En nuestra lengua su traducción es complicada, difícil y a menudo nos resulta incómoda, al obligarnos a tener en cuenta deseos no nuestros. En la tabla anterior, la tercera frase, ‘‘querría navegar por mar’’, indica un deseo del hablante, cuya capacidad de realización no depende ni del viento adecuado en las velas ni de la mercancía ni de la bodega. Expresa, por el contrario, las cuentas que se ve obligado a echar el hombre al mirar su deseo reflejado en el mar y cuánto valor tendrán su coraje y su fuerza en la libre elección de levar anclas, dejarlo todo y marchar, o bien de tener miedo y quedarse.

La línea que separa un deseo realizable de un deseo imposible es finísima, delicada, fiada toda ella a la responsabilidad humana de quien se expresa por medio de palabras y que traduce esas palabras en hechos. La medida del hecho de que, tanto en la vida como en la lengua griega, el deseo pase de posibilidad a eventualidad y luego a realidad, o por el contrario se difumine para siempre en la irrealidad, se halla contenida en su totalidad en el modo optativo.

La palabra ‘‘optativo’’ deriva del verbo latino optare; significa ‘‘desear’’, ‘‘confiar’’, ‘‘esperar’’. Por su etimología, este modo verbal único que posee el griego se llama también desiderativo.

Como todos los demás rastros de elegancia irrepetible, también el optativo llega a la lengua griega procedente del indoeuropeo. Pero a diferencia de todas las lenguas que derivan de él, sólo el griego (junto con las lenguas indias y persas) ha elegido conservar la distinción entre los modos indicativo, subjuntivo y optativo, infinitivo e imperativo.

El uso del optativo para expresar tanto el deseo como el pesar está atestiguado ya en el griego antiguo de Homero (aunque no siempre se distinga entre lo realizable o lo irrealizable del deseo)...

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