Opinión
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Daniela Liebman al piano
C

uando se menciona con insistencia el término ‘‘niñ@ prodigio” respecto de algún joven intérprete con talento, de inmediato desconfío. A lo largo de los años he visto y escuchado a varios de ellos, con resultados musicales casi siempre decepcionantes, más allá de que casi todos viven vidas bastante tristes, encadenados a sus instrumentos y sus maestros bajo la opresiva vigilancia de padres explotadores y oportunistas.

Y por si ello fuera poco, en cuanto a alguien le endilgan la etiqueta de ‘‘niñ@ prodigio”, los medios entran en modo rapiña y se lanzan a prodigar toda clase de desfiguros verborreicos sobre el indefenso personaje; esto es particularmente notable en diversas columnas de sociales disfrazadas de periodismo cultural e, incluso, de crítica musical.

Así ocurrió hace unos años cuando la joven pianista Daniela Liebman (Guadalajara, 2002) comenzó a hacer sus primeras, destacadas apariciones en público. Hace unos días, con 16 años de edad, se encargó de tocar uno de los recitales del ciclo En Blanco y Negro que se está llevando a cabo en el auditorio Blas Galindo del Centro Nacional de las Artes. ¿Resultado? Veamos…

Daniela Liebman presentó un programa bien armado y con un buen equilibrio entre afinidades y contrastes. Un recuento de lo escuchado debería empezar, me parece, por la última obra que abordó esa noche, que fue lo más satisfactorio de su recital.

En la Sonata No. 3 de Serguéi Prokofiev, Liebman demostró un gran aplomo al aproximarse con decisión y enjundia a las rudezas neoclásicas (sí, tal cosa existe, y Prokofiev es uno de sus máximos exponentes) de una obra que tras sus sonoridades potentes y extrovertidas esconde un diseño diáfano y una estructura de gran lógica, desarrollados por impulsos motores que sin duda representan un reto incluso para pianistas de mayor experiencia. Aquí, la pianista tapatía se colocó en un equilibrado punto medio entre los insistentes martellati en los que Prokofiev es tan pródigo, y las articulaciones más transparentes en las que el compositor alude a una especie de transmutación del mundo sonoro de Haydn.

De ahí surgió una interpretación con la dosis necesaria de fuego interno para recordar al pianista feroz que fue el compositor ruso, y con la contención adecuada en los asuntos de lo percusivo y las resonancias como para no perder la claridad del discurso.

Antes de realizar este muy satisfactorio Prokofiev, Daniela Liebman había transitado por una continuidad musical anclada en música de Ludwig van Beethoven, Franz Schubert y Frédéric Chopin, organizados en orden estrictamente cronológico, actitud que es menos usual en los recitales de piano de lo que uno pudiera suponer.

Fue interesante notar que la obra que abrió la sesión, el grácil Rondó Op. 51 de Beethoven, fue la única obra en la que Liebman pareció no sentirse del todo cómoda. No se trató, ni mucho menos, de notorios baches técnicos o estilísticos, sino de una cierta tensión por parte de la intérprete en su construcción de la estructura seccional de la obra.

Esta tensión prácticamente desapareció (después de la Sonata No. 24 del propio Beethoven) en su trayecto hacia Schubert y Chopin, de quienes interpretó sendas series de cuatro impromptus, marcando con claridad no sólo las diferencias de enfoque entre ambos compositores sino, muy destacadamente, las diferencias de estado de ánimo entre los impromptus de cada uno de ellos.

Me parece que uno de los aciertos de la pianista en esta parte de su recital fue su comprensión de lo que indica, insinúa o solicita cada uno de estos ocho impromptus a partir de la elección de tonalidad realizada por el compositor.

El recital fue redondeado por una atractiva ejecución de la Balada No. 3 de Chopin en la que, como sucedió en el resto de su programa, Liebman demostró que está pasando por un interesante momento de su carrera, resolviendo con prestancia la mecánica para poder abordar de lleno la poética. Me complace informar que Daniela Liebman no es una niña prodigio: es una joven y estudiosa pianista con talento, presencia y aplomo.