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Mar de Historias

El viaje imaginario

S

i algún miembro de la familia se instalaba por unos días en nuestra casa no lo considerábamos visita. Hubiera sido demasiado formal llamar de ese modo a los parientes que venían a la ciudad por asuntos de salud o de negocios. Con ellos no era necesario tener atenciones especiales ni cubrir bajo una capa de pintura las manchas de humedad. Ese protocolo quedaba reservado para las personas que sí considerábamos visitas: coterráneos con quienes habíamos tenido cierto grado de amistad.

Un sábado, al volver de la matiné, mi hermana Artemisa y yo encontramos a mi madre muy extrañada: acababa de recibir una carta del doctor Ponce. Nos la leyó varias veces:

Muy apreciables Aurelia y Ramón: Espero que al recibir la presente se encuentren bien de salud. Les escribo porque necesito pedir su ayuda: Marcelita está por cumplir quince años. Irá a México para comprarse la ropa que lucirá en su baile. Le permití viajar sola, pero me parece muy joven para que se hospede en un hotel. Por eso, si no es mucha molestia, les pido que la alojen durante una semana. Pasado ese tiempo iré a recogerla para llevarla a Veracruz y así cumplirle el sueño de conocer el mar que tanto adoraba mi difunta esposa. Sin más por el momento y agradecido...

II

La noticia de que vivirá con nosotros Marcela nos brindó la oportunidad de igualarnos en cierta forma con amigos y vecinos que nos miraban con cierta lástima porque nunca salíamos de vacaciones (ya ni siquiera a nuestro pueblo) y en cambio ellos sí. Ahora, por fin, íbamos a llevarles la ventaja: en sus casas jamás recibirían a una niña de tan buena familia como Marcela. Y decidimos hacérselos saber.

A la hora en que salíamos a jugar al patio de la vecindad les hablábamos de la próxima visita. La mejor prueba de que se trataba de una persona adinerada era que su padre, como regalo de cumpleaños, iba a llevarla a Veracruz y a muchas otras partes. Esto último pura ocurrencia nuestra.

En su carta el doctor Ponce no había mencionado el tema, pero nosotras agregamos a la noticia de la visita ese y otros detalles que denotaban nuestra cercanía con Marcela. En realidad la conocíamos poco. Vivía como interna en una escuela de monjas en San Luis Potosí, pero coincidía con mi hermana y conmigo durante las vacaciones en el pueblo.

III

Marcela era una niña desabrida, temerosa, estudiada en sus modales y con aire de superioridad. Rara vez accedía a jugar con nosotras y, por miedo a los perros, nunca en la calle. Nos invitaba a su casa, o mejor dicho al patio, donde por lo general jugábamos a las comadritas. Para la ocasión colocaba sobre una servilleta un juego de té miniatura. Las piezas eran bellas y frágiles, por eso a cada momento nos pedía que tuviéramos cuidado de no romperlas.

En tardes especiales, cuando estaba de buen humor, Marcela nos enseñaba sus muñecas. Eran preciosas, abrían y cerraban los ojos cristalinos sombreados por pestañas largas y rígidas, como de santo. Su generosidad no llegaba al punto de permitirnos tocar los bibelots. Para desahogarnos de nuestra frustración una noche se lo contamos a mi madre. Ella dijo que no hiciéramos caso de esas tonterías, pero aun así nos prohibió volver a visitarla. Si quería jugar con nostras, que fuera a nuestra casa, o sea a la casa de mi abuela, con quien nos hospedábamos.

IV

El recuerdo de las malas experiencias al lado de Marcela se avivó con el anuncio de su llegada a nuestra casa. Sería fastidioso atenderla, pero el hecho de tenerla como huésped nos daría más de una oportunidad para vengarnos por sus desplantes. Pusimos manos a la obra. Estúpidamente, como si quisiéramos disminuirla, algunas veces, al referirnos a Marcela frente a nuestros amigos, en un tono falsamente compasivo, exponíamos su situación: No quisiéramos ser ella. La pobre es huérfana de mamá, no tiene hermanos y vive en un internado. ¿Se imaginan?

Luego, para deslumbrarlos, inventamos que el doctor Ponce les había enviado una carta a nuestros padres invitándonos al viaje con Marcela a Veracruz. Carolina, la amiga más cercana, se lo contó a su madre y ella a la nuestra. Muy molesta, nos preguntó de dónde habíamos sacado semejante idea. Además, si lo que andábamos diciendo fuera cierto, ¿quién iba a pagar nuestros gastos de viaje? Ni modo que el doctor, ¿o sí? Triste por no poder cumplirnos nuestro sueño, acabó diciéndonos: No se hagan más ilusiones. No quiero que sufran.

Imposible complacerla: en nuestra mente ya había madurado la posibilidad del viaje y por otra parte, ¿qué sucedería cuando nuestros amigos vieran que estas, como las anteriores vacaciones, íbamos a quedarnos en la casa, ayudando en el quehacer? Ya se nos ocurriría alguna justificación; por lo pronto nos hicimos el propósito de ganarnos la buena voluntad de Marcela.

V

En familia fuimos a recibirla a la estación. Llevábamos tiempo de no verla. Conservaba el gesto altivo, pero se había convertido en una niña linda. El cabello muy negro y lacio realzaba sus ojos verdes. Mi madre se deshizo en elogios y le aseguró que se llevaría muy bien con nosotras. Así fue. En las mañanas, las tres la guiábamos por el Centro para que hiciera sus compras. Después la invitábamos a alguna heladería. Una tarde fuimos al cine.

Entre unas y otras cosas la semana pasó rapidísimo. El sábado, según lo prometido, el doctor se presentó en nuestra casa para recoger a su hija y tomar juntos el tren a Veracruz. En señal de agradecimiento nos regaló una canasta con dulces regionales. Desayunamos juntos y luego salimos a la calle en busca de un libre. Antes de abordarlo, Marcela nos dijo a mi hermana y a mí: Tengo una idea: vengan con nosotros

Lo hemos hablado y sé que en aquel momento Artemisa pensó lo mismo que yo. Mi madre, al tanto de nuestras ilusiones, preguntó: ¿Adónde? Pues a la estación, ¿adónde más? No necesito agregar nada. Sólo diré que aquellas vacaciones conocimos Veracruz en el libro bellamente ilustrado que nos regaló mi padre. Artemisa lo conserva.