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El arte del artista

L

o primero es hacer las cosas bien. Lo segundo es tener algo que decir –y no se puede tener algo que decir sin algo que decirse. Es la necesidad primaria de hablar con uno mismo, con el humano que uno es, lo que nos hace hablar con los demás (no para los demás) o, dicho quizá mejor, con la humanidad de los demás.

¿Y cómo sabemos que lo hecho está bien hecho? Lo he dicho antes: porque no estorba. El arte de no estorbar, y consecuentemente no estorbarse, no es arte fácil. Mas por ahí empezar facilita mucho lo siguiente, lo que vendrá; para los artistas la generación de obra. La obra, sin mayúscula inicial (si al respecto hubiese algún merecimiento serán otros, no sólo los pares sino las generaciones, los siglos, los que no tanto la pondrán como la convocarán, y –eso siempre– a ver qué).

Aspirar a la obra es no sólo legítimo sino un poquito más que elementalmente necesario. El artista es un hacedor, y lo que hace no sólo debe ser hecho sino ser un hecho y, claro, un objeto hecho: la obra, menor o mayor, eso no importa (en el camino se va viendo lo que ella espera, exige del o sugiere al artista –que sólo en haciendo lo es, o lo será).

Mucho de su trabajo consiste en el juego del ensayo y error, con miras desde luego a ensayar y acertar pero asimilando que el riesgo de errar es acompañante sempiterno en el proceso de la creación. Pudiéramos decir que en tal proceso se procura (no se garantiza) la victoria del ángel o el daimon del acierto sobre el demonio o el fantasma del error.

¿Y cuántas veces no del error mismo nace, como azarosamente, el no diremos contundente aunque sí milagroso –voz, sí, más arriesgada, mas ocurre que ocurre lo que nombra– acertar del artista?

Si el error estorba, constituye un estorbo, el acierto despeja, aligera, libera. El artista, imaginemos, siente que algo libera haciendo obra, que de sí se libera (y de la obra) y que –sea ello cierto o no– libera con la obra por lo menos a algunos cuantos otros –con los que sabe cómo logró comunicarse.