Opinión
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La Muestra

Un final feliz

E

l arranque de Un final feliz (Happy end), la cinta más reciente del austriaco Michael Haneke no puede ser más contundente: las imágenes capturadas con un iPhone muestran el sacrificio en una jaula de un hámster al que una niña de 12 años le ha administrado una dosis de somníferos para ensayar en él su propio plan de quitarse la vida. Lo que sigue es el retrato realista y áspero de la familia de Eve (Fantine Harduin), esa pequeña joven suicida. Anne (Isabelle Huppert) es la mujer habilidosa y práctica que intenta sacar a flote el negocio familiar, cuya administración le ha confiado su padre Georges (Jean-Louis Trintignant), un anciano en silla de ruedas que busca la mejor manera de suicidarse, después de haber visto rechazada su solicitud de eutanasia en Suiza. Thomas (Mathieu Kassovitz), hermano de Anne y padre de Eve, podría ser un apoyo confiable de no ser su vida sentimental un caos dominado por la simulación y la mentira, y él mismo un hombre inestable, incapaz de amar, según le reprocha su hija. La última rueda en el engranaje familiar es Pierre (Franz Rogowski), el hijo de Anne, pero se trata de una pieza inservible, un fracaso ambulante incapaz de asumir cualquier responsabilidad, la imagen viva del rencor dirigido contra su propia clase. El escenario de este drama doméstico es un enclave sofisticado en el puerto francés de Calais, a una corta distancia de la jungla de los refugiados árabes y africanos que sólo esperan una oportunidad para cruzar el canal y poder asilarse en Inglaterra.

En tiempos de un euroescepticismo al alza y un embate ultraderechista en Austria, el veterano director de Juegos divertidos (1997) y La pianista (2001) ofrece en Un final feliz (su título más irónico) la dura visión de una burguesía decadente e insensible, sin ánimos de regeneración moral, entregada a la acumulación y goce de sus bienes y privilegios. Esta visión pesimista la comparten, de manera intuitiva, la pequeña Eve; de modo lacerante, el desorientado y casi patético Pierre, y tal vez con un cinismo desencantado el propio patriarca de la familia que no encuentra la estrategia más eficaz y rápida de abreviar el tormento de una vida ya sin sentido. Sólo Anne, la cabeza más sólida en el clan, parece decidida a preservar las ceremonias de una dignidad de clase, las convenciones que garanticen un remedo de armonía doméstica, el amor sin esperanzas por un hijo endeble, y también el disimulo y la doble moral que permitan algo de prosperidad en medio del desastre. Y en medio de todo ese desarreglo familiar está la niña Eve, con una inocencia precozmente deteriorada, que cumple la doble función de revelar las miserias morales de su entorno y de ser, al mismo tiempo, el instrumento ciego de las penosas soluciones posibles. Con gran habilidad narrativa, Haneke cierra el círculo de una genealogía inesperada: Un final feliz se insinúa como continuación posible de Amour, cinta filmada cinco años antes. Georges, el anciano sobreviviente, procura aquí la clave de esa continuidad. La cinta resume de modo formidable las obsesiones temáticas en la obra del realizador austriaco, con un guiño a El video de Benny (1992), otro a El observador oculto (2000) y uno más a El séptimo continente (1989), para concentrar ahora en un solo círculo familiar algunas de las faenas de demolición espiritual que, de modo lúcido e implacable, sigue percibiendo en la actual sociedad europea.

Se exhibe en la sala 1 de la Cineteca Nacional a las 12:30 y 18:15 horas.

Twitter: @Carlos.Bonfil1