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Disquero
David Gilmour, poeta de sonidos
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David Gilmour (Cambridge, 1946), ese relámpagoFoto Polly Samson
 
Periódico La Jornada
Sábado 24 de marzo de 2018, p. a16

En los estantes de novedades discográficas esplende una caja pletórica de hallazgos: David Gilmour Live at Pompeii: cuatro discos con calidad de sonido estupefaciente, editado en Alemania; reúne el filme rodado durante el concierto en vivo. Dos discos compactos de audio y dos discos blu-ray con materiales no asequibles de otra manera, como pietajes de giras y documentales.

Se trata de la obra reciente de uno de esos creadores contados con los dedos de una mano que ostentan la mejor música posible en nuestros días, junto a su compadre Roger Waters y el poeta Bob Dylan. Lo demás es ruido, ya lo dijo William Shakespeare.

Transcurrido medio siglo de la cultura rock, no se ha asentado aún el peso específico de las aportaciones valederas en ese territorio, a pesar de las evidencias: David Gilmour es una figura semejante a Karlheinz Stockhausen y Olivier Messiaen, dos de sus influencias más notables por cierto.

Pocos escuchas logran comprender los alcances del fundador de Pink Floyd: lo suyo es la experimentación sonora, las nuevas técnicas instrumentales, la expresión multimedia, la magia cibernética, el vuelo aleatorio, el recurso minimalista, la conversión de notas musicales en obras de arte.

Los elementos mencionados en el párrafo anterior corresponden a los capítulos de la historia de la música que hemos vivido en las recientes décadas: Pierre Schaeffer y su música concreta; Olivier Messiaen y sus poderes sinestésicos (¿quién no ha escuchado colores en la música de Pink Floyd?); Karlheinz Stockhausen y sus performances electrónicos, sus hallazgos en la música intuitiva; pero sobre todo Giacinto Scelsi, ese mago creador de sonidos/espectro a partir de una sola nota evolucionada a hada, cisne, sirena merced a elaboraciones tímbricas, armónicas, inflexiones microtonales, rejuego de dinámicas y velocidades entre otras vertientes de ese cauce creado por Giacinto Sceli y hoy conocido como espectralismo.

La industria del disco, la abulia de abuelos del rock, el easy listening como forma de vida y otros condicionamientos culturales impiden a las masas apreciar los elementos del párrafo anterior en la obra de David Gilmour.

A partir de una sola nota, es capaz de generar caudales mesméricos, caricias etéreas, auroras boreales, lo que recibe el nombre de poética.

Una poética labrada artesanalmente en arsenal: los dispositivos electrónicos que utiliza David Gilmour para lograr el sonido que constituye su poética, resultan burdos comparados con las sofisticaciones cibernéticas de hoy.

En primer lugar, su guitarra Fender Stratocaster hecha a medida, personalizada para sus grabaciones discográficas, mientras en sus conciertos en vivo ostenta también una reliquia: una Gibson Les Paul Traditional Goldtop P90.

Y de ahí desgrana joyas: una Fender American Vintage ’52 Telecaster, una Les Paul fabricada en 1955 y varias Fender Stratocaster más, en particular tres, legendarias: The Black Stratocaster, The Red Stratocaster y The White Stratocaster.

El arsenal se complementa con overdrives, modulaciones, efectos de tempo, dinámica, programación cibernética, eco, compresores de sonido y sobre todo el efecto delay.

El delay es el Grial de Gilmour.

Delay: cuando tiende una nota larga, hay un momento en que toma sinuosidades, meandros, pleamares, bajamares, mohines y la nota se vuelve sinfín, un anillo de Moebius. Una música interminable, que parece que llega de retraso (delay) pero en realidad nunca llega, porque nunca termina. Como el mar, siempre recomienza.

Si lo vemos en vivo, atenderemos sus falanges izquierdas cuando levantan en vilo las cuerdas sobre el diapasón, como ese efecto en cámara lenta de los puñetazos en la película Matrix, mientras la mano derecha rasga el encordado y con el cuenco de la palma y los dedos índice y pulgar forma mudra para oscilar la palanca de trémolo, o vibrato y producir variaciones de registro estupefacientes.

Más del arsenal: el secreto del sonido Gilmour también estriba en el uso de las pastillas para sus guitarras, en configuraciones algebraicas, proporciones áureas, sucesiones de Fibonacci, ecuaciones integrales y diferenciales que desembocan en un ampli de bulbos, como los que usamos a veces los audiófilos.

Eso, audiófilos. La música de David Gilmour está hecha para audiófilos. El arte del sonido tiene en él a un hacedor de encantamientos. A diferencia del melómano, atento al recoveco, el guiño, la entretela, el subtexto sonoro, el audiófilo escancia sus placeres en la materia acusmática pura, sin más.

Por ejemplo, el Disquero ya había reseñado hace un par de semanas la versión digamos sencilla de este álbum, Live at Pompeii, en un álbum de dos discos compactos, editado en México. En la tienda de discos, el melómano tiene frente a sí las versiones mexicana y alemana del mismo álbum, iguales opciones para el audiófilo. Es obvio que el primero elegirá la versión sencilla, mientras el segundo no reparará en el costo más elevado del que le brindará mayor placer.

Como el Disquero es un villamelón consumado, es feliz con cualquiera de las dos versiones.

La diferencia abismal en la calidad de sonido entre la edición mexicana y alemana del mismo disco es una de las razones por las que el formato disco compacto no ha muerto, andaba de parranda. Todas las plataformas electrónicas existentes buscan afanosamente igualar la calidad por lo menos de una edición mexicana. A la cabeza está hoy Spotify, seguida de cerquita por Apple Music y en tercer lugar Deezer. Portabilidad versus calidad de sonido, he ahí el dilema.

El tema viene al caso porque la música de David Gilmour apela a la capacidad de escucha del receptor. De manera que tenemos ya una forma de reseña diferente del mismo disco que ya habíamos reseñado: Live at Pompeii.

Hay distintas maneras de escuchar música, tantas como personas somos, además de la evolución como especie, algo así como cuando el Hombre de Neardental se convirtió en concert goer y compró un tornamesas y lloró de emoción frente a las sinfonías de Anton Bruckner.

Además, el uso magistral que hace Gilmour de la tecnología acrecienta sus dotes. De manera que si en su reciente concierto en Pompeya incluyó temas de Pink Floyd, en ningún momento podremos hablar de una selección de los grandes éxitos de Pink Floyd, como por cierto están anunciando la visita del otro gran maestro, Roger Waters, a México en noviembre. No, decir que tocan las mismas equivale a decir que los pianistas de concierto y las orquestas sinfónicas tocan siempre las mismas: Beethoven, Mozart, Bach.

Tenemos ahora también otra conclusión válida: por su trabajo depurado en medio siglo, por sus joyas pulidas a mano, por su estilo e ideas, David Gilmour ya es un clásico.

Escuchar el nuevo disco de David Gilmour equivale, entonces, a una experiencia semejante a escuchar una sinfonía de Shostakovich. De hecho, existe un gran símil dada además la influencia estilística recibida: una larga disquisición en guitarra de David Gilmour equivale a escuchar la impresionante, asombrosa, devastadoramente hermosa Sinfonía Turangalila de Olivier Messiaen, dado además el uso de un dispositivo tecnológico al que recurre el compositor francés en su obra: el aparato conocido como Ondas Martenot, ese generador de frecuencias de sonido inventado por el violonchelista francés Maurice Martenot, y que tiene su equivalente en ese dispositivo inventado por David Gilmour: su guitarra slide horizontal, que también guiña hacia otro aparato del que nacen ángeles canoros: el arpa de copas de cristal, que inventó Benjamin Franklin y que utilizó Volfi Mozart para crear obras plenas de poesía sublime. Poesía en sonido puro.

He aquí, mi alma, la manera como suena en música lo sublime.

También esto somos.

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