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Aprender a Morir

Sobre Kübler-Ross

A

reserva de ocuparnos más delante del común denominador de los precandidatos a puestos de elección popular: su conservadurismo, como si la población del país permaneciera en la minoría de edad –¿o de hecho permanece, gracias a la tecnología y el mercado?–, una amable lectora reclama el silencio de esta columna con relación a la doctora y siquiatra suiza-estadunidense Elisabeth Kübler-Ross, convertida en santa patrona de la tanatología por ese sistema que alardea de cambios para que a la postre nada cambie.

Kübler-Ross (Zúrich, 8 de julio de 1926-Arizona, 24 de agosto de 2004) supo aprovechar esos 78 años para rebelarse y ejercerse como un ser humano pensante, servicial, gozoso y libre, capaz de enfrentar y romper con circunstancias, imposiciones y esquemas, no todos, desde su condición de trilliza casi condenada –pesó 900 gramos al nacer– hasta sus adicciones al tabaco, el café y el chocolate, mismas que nunca dejó, pese a las advertencias de sus médicos, por lo que en su fructífero trayecto sobrevivió a varias embolias, gracias en parte a su vitalismo y a que no era su hora. Se casó, tuvo dos hijos, se divorció, escribió infinidad de libros, impartió centenares de seminarios y en octubre de 1994 gringos pretrumpistas incendiaron su granja en Virginia, aterrados por su proyecto de adoptar a niños con sida.

Intrigada primero con los dibujos de mariposas en campos de exterminio nazis y horrorizada después con el maltrato que sufrían pacientes terminales, empezó su labor tanatológica en Chicago mediante diálogos inteligentes y compasivos con enfermos y sus familias, lo que la convencería de rechazar toda forma de eutanasia y de suicidio asistido para apostar por los cuidados paliativos, esa bien intencionada alternativa condicionada por la economía antes que por la solidaridad y el respeto a la voluntad de moribundos y desahuciados. Si el paciente está bien atendido, logra mayor aceptación de sus circunstancias por penosas que sean, sostenía.

Agnóstica y asistencialista, Elisabeth, más que cuestionar el sistema político-social que impide todo paliativismo eficiente, decidió trabajar también con niños terminales, quienes, afirmaba, le descubrieron que había otra vida después de la muerte y que ningún dios podía estar bajo techo. Su esquema de las fases del enfermo terminal –negación, ira, regateo, depresión y aceptación, no necesariamente en ese orden– sigue vigente.