Opinión
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Patti Smith en Coyoacán, 1971
C

uando El Flax lo contó no le creímos ni tantito. La historia sonaba inverosímil de por sí, y más viniendo de aquel flaco cuentero y pacheco que nos lleva dos o tres años pero apenas empezaba la carrera cuando los demás cursábamos tercero o cuarto año. Estamos hablando de 1975, o 76, cuando la única verdadera novedad del rock se llamaba Patti Smith. Su único disco era Horses, que hasta sus malquerientes admiten que les gusta, y se le considera el origen, o uno de los orígenes del punk. Hombres y mujeres estábamos embelesados con aquella intensa, retratada por Robert Mapplethorpe con traje de hombre y una mirada que nunca íbamos a olvidar.

En grupo allí, reunidos en alguna sala con cojines de India en el piso, escuchábamos arrobados y arrobadas a Patti, descifrando sus letras (pronto sabríamos que en realidad eran poemas, que ella se consideraba poeta), sintiendo que desde Janis Joplin nadie había sonado tan así, cómo decir, tan completamente. Que se nos para en medio El Flax, levanta la sagrada portada (hoy un clásico, como todo en ese disco producido por John Cale, de Velvet Underground) y como si nada dice ah, yo conozco a esta chava, y todos de inmediato sácate a volar pinche Flax, hazte de ahí.

Él se puso serio, la alejó de sí para verla bien y concluyó sí, es ella. Y nosotros dónde, cuándo, qué, cómo vas a creer. El Flax era de los que opinaban que el rock había muerto con el divorcio de los Beatles y lo demás era repetición. Redondo Beach, Kimberly y Gloria no lo impresionaron ni tantito, que Jim Morrison lo había hecho mejor.

Sí, es ella, claro. Aquí cerca, en la plaza, hace unos años. Andaba medio perdida, tomando fotos con una camarita frente a San Juan Bautista. Yo venía pasando. (Venías pasado, exclamó alguien). Me detuvo y en inglés me preguntó por la casa de Frida Kahlo. Desgreñada, flaquísima (y que lo digas tú Flax, lo interrumpimos), con una mochila a los pies y un cuadernito colgándole del cuello, me miró con estos ojos que tiene aquí en la foto y añadió que necesitaba ir allí. Da la casualidad de que sí supe dónde era y le expliqué. Tenía cara de meterse cualquier sustancia, pero me preguntó dónde conseguiría un buen café. No era fácil entonces un buen café pero la acompañé al Jarocho y me iba diciendo que esa era su droga de elección, que un amigo de Nueva York le reveló que el mejor café del mundo venía de Veracruz, que ella iba para allá también. (Y pienso ahora que mientras Lennon y Morrison vinieron a comer hongos o peyote, Patti venía a tomar café).

Y ya que meto mi cuchara, debo aclarar que esta historia la tuve completamente olvidada hasta que leí M Train (2015) donde Patti relata su búsqueda de la Casa Azul de Frida y Diego, y descubrí que el cuento de El Flax era real, sólo que ni él, ni nadie, sabía en 1971 quién era esa gringa medio extraviada en Coyoacán. Lástima que no esté aquí Flax para que lo platiquemos. El amigo que le recomendó el café de Veracruz era William S. Burroughs, su vecino en el zaparrastroso y célebre Hotel Chelsea en el barrio de Chelsea, Nueva York. Y la fijación con Frida resultaba insólita para la época, pues por entonces no pasaba de nota al pie, pintoresca aunque trágica en la biografía y la obra de Diego Rivera, y estaba arrumbada en el baúl de las rarezas, las loquitas del siglo XX. Sí, colgaba un par de cuadros suyos en el Museo de Arte Moderno, pero nadie imaginaba que Frida Kahlo sería la mexicana más famosa del mundo después de la Virgen de Guadalupe, una pintora admirada en su biografía y en el altar de sus sacrificios. En M Train Patti recuerda que llegó a la Casa Azul y la encontró cerrada por reparaciones. Sépase que entonces la casa de Frida era un museo casero, remoto y secundario, semiabandonado. Y de la casa de Trotsky, a pocas cuadras, nadie se acordaba.

De 1971 son estos versos, quizá los escribió durante su viaje: La libertad es una caída de agua, es un pisotear el linóleo hasta el amanecer, es el derecho a escribir las palabras equivocadas. Algo que yo he hecho mil veces (notebook, en Early Works, 1970-1979, Norton, 1994).

En M Train, una sexagenaria Patti Smith, clavada en Bolaño, Sebald y Murakami, retorna al DF y visita, al fin, clamorosamente pues ya es Patti Smith, la Casa Azul, y fotografía muy a la Sebald la cama de Frida. En otra parte ha contado que, años más adelante y ya heroína hirviente del rocanrol vuelto a nacer, se cayó de un escenario en pleno frenesí y se partió la espalda. Inmovilizada por la ortopedia, pasó largo tiempo igual que Frida, su obsesión desde los 16 años. Pero ahora tenía su Diego en Fred su marido.

En años posteriores, mientras Patti era más y más famosa, El Flax acabó por aceptar que le gustaba Birdland, una de sus rolas preferidas. Hace siglos que nadie sabe de él. Ni cuenta nos dimos cuando desapareció.