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México, Trump y los modelos de desarrollo
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ablar de modelos de desarrollo hoy día parece algo obsoleto y demodé. Suena como expresión de la jerga económica de antaño, de cuando los estados todavía planeaban su política industrial, económica y social para generar no sólo el crecimiento del producto interno bruto (PIB), sino también el desarrollo, o sea, una mejora cualitativa, más que puramente cuantitativa, de la actividad económica y, sobre todo, de la vida de las personas.

También la expresión redistribución de la renta se fue olvidando, así como la idea de un salario digno y condiciones laborales que vayan mejorando año tras año. Reducción del horario y alza del poder adquisitivo parecen lemas polvorientos del sindicalismo decimonónico, pero son más urgentes que nunca. Además, escasas emociones cobra hoy el debate sobre la lucha por un estado de bienestar universal y gratuito.

Era una bandera de la antigua socialdemocracia que la mayoría de las izquierdas partidistas mexicanas tímidamente han enarbolado por partes o de plano han abandonado: pensiones dignas de vejez y antigüedad laboral como derecho inajenable, un sistema único de salud universal y gratuita, educación verdaderamente pública e incluyente, eficaces subsidios de desempleo, bienes comunes como el agua de calidad, la renta básica universal, entre otros elementos de un welfare state mínimo y no negociable dentro del pacto social.

El goce de estos derechos, contrariamente a la vulgata neoliberal, no debe subordinarse a condiciones subjetivas o jurídicas. Que si soy beneficiario, si tengo tantos años e hijos, si soy viuda, si trabajé formalmente este año, si soy migrante, etcétera. Ni siquiera deberían condicionarse a la nacionalidad, sino que han de reivindicarse como universales, y son compatibles con una visión amplia del desarrollo, entendido como aumento de la seguridad humana, del bienestar global, no sólo material, y del respeto de los derechos humanos de toda la población.

Posiblemente un sistema de este tipo, en principio, sea más costoso, aunque en el mediano plazo genera, sin duda, más ventajas y beneficios. Pero, además, ¿para quién sería más costoso realmente? Crear mayores protecciones sociales y humanas en una sociedad desgarrada, conflictiva y desigual es una tarea apremiante, pero involucra temas tabús, sobre todo cuando el entorno político sobrevive para reproducirse y está en una campaña electoral permanente.

Un gran tabú, impronunciable, son los impuestos: prever el cobro de más y mejores impuestos, con un sistema progresivo en el que pagan más quienes más tienen, sin que eso se perciba o se transforme en una invitación a más corrupción y despilfarro. Estos últimos son otros dos temas sensibles para la gente y la agenda política, relacionados con la recaudación y el gasto. Una propuesta factible es que ciertos rubros fundamentales del gasto público, derivados de aumentos en la base imponible fiscal, estén vinculados férreamente dentro la Constitución y su ejercicio monitoreado por instituciones ciudadanas e independientes, ajenas al poder. Que la cuenta la paguen especialmente quienes, en proporción, menos lo han hecho hasta ahora, como los grandes capitales, las mineras, los especuladores, las finanzas, los consorcios nacionales y trasnacionales que, contrariamente al asalariado promedio o al trabajador informal, sí pueden consolidar balances y allanar asperezas con el Servicio de Administración Tributaria mediante arreglos. El corolario de lo anterior es la austeridad, no en el gasto social, como se entiende en Europa, sino en el costo de la burocracia estatal y política mastodóntica del país. Pero eso no basta. Hace falta volver a tocar temas de redistribución de la riqueza y de modelos de desarrollo, dejando de confiar en el mercado puro, que mostró no ser un buen regulador de la vida económica y social, y al modelo de (sub)desarrollo neoliberal.

Romper la sabiduría convencional hegemónica con palabras ha sido más fácil que en los hechos. Sin embargo, hay islas e intentos de modelos alternativos esperanzadores, como en los caracoles zapatistas y en las comunidades autónomas, que aplican alternativas de desarrollo centradas en sus exigencias, incluso fuera del capitalismo. El buen vivir andino y latinoamericano, el slow movement italiano y la teoría del decrecimiento, cuyas ideas son llevadas a cabo en distintos contextos locales, representan otros modelos con futuro que se complementan entre sí, más que contraponerse, aunque no alcanzan todavía el rango de antisistémicos.

Hace un cuarto de siglo o más que en México y, tendencialmente, en todo el mundo occidental, la riqueza o renta global de los trabajadores ha perdido su batalla con el capital: frente a un monto creciente de las utilidades y los beneficios empresariales sobre el PIB, repartido en cada vez menos manos, el peso total de los salarios ha ido decreciendo, perdiendo su participación en el pastel y su poder adquisitivo, como bien describe un reporte del Centro de Análisis Multidisciplinario de la Universidad Nacional Autónoma de México titulado El salario mínimo: un crimen contra el pueblo mexicano (https://goo.gl/jx4TrV).

Frente a los retos y oportunidades que plantea el modelo neoproteccionista, nacionalista y xenófobo de Donald Trump en Estados Unidos, de este lado de la frontera prima el miedo al abandono y la clase política no ofrece perspectivas. El mercado interno ha ido estancándose, la economía popular es menguante, el comercio depende en 80 por ciento de Estados Unidos, y fuera de las autonomías indígenas, son muy pocos los espacios de experimentación de nuevos modelos de desarrollo.

Más de la mitad de la población vive en la pobreza con un salario de subsistencia o arreglándoselas. El modelo actual, basado en bajos salarios, un estado de bienestar parcial e insuficiente y una división internacional del trabajo que asigna a México el lugar de maquilador, plataforma de exportación y destino turístico, tendrá que cambiar a raíz de las drásticas modificaciones a la política comercial y económica del vecino del norte. El debate sobre el rumbo de este cambio es fundamental, pero está suspendido entre vaivenes político electorales, ideologías dominantes duras a morir y modelos distintos, aún emergentes y poco comprendidos, que implican lentos y profundos cambios en nuestras culturas y mentalidades.

*Periodista italiano