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El discurso del trono
L

o soy, desde luego, el primero que intenta explotar alguna de las similitudes, menos reales que aparentes, entre la corte de San Jacobo en Inglaterra y la recién establecida corte de la Casa Blanca. Una de ellas fue sugerida, con desparpajo, por Steve Bannon, considerado el poder tras el trono en Washington. Según reportaje de The Telegraph, el estratega mayor de Trump se ve a sí mismo como el Thomas Cromwell en la corte de los Tudor, confiado en que, dado el éxito de esa serie en la televisión mundial, todo mundo sabrá con quién se compara, pensará en automático en esa dinastía y en el octavo Enrique, cuyo estilo de ejercer el poder real no fue disimilar al del presidente republicano. Corre el riesgo de no escapar al desastrado final del conde de Essex. Mi símil es más modesto: dado que el primer discurso de Trump ante el Congreso, el 28 de febrero, no pudo ser visto como un State of the Union address, cabría compararlo más bien con un discurso del trono, pieza anual en que la reina o el rey expone en Westminster las intenciones de política del gobierno en turno.

Trump dio lectura –con inusual disciplina y escasos añadidos impromptu– a un texto de una hora que marcó una diferencia. Según John Cassidy, analista de The New Yorker, “si el discurso inaugural pareció escrito por Steve Bannon bajo el acoso de la migraña, el del martes pareció obra de un speech-writer profesional”. La diferencia de tono y de tonada fue, desde luego, el rasgo más destacado y elogiado, incluso por articulistas a los que el orador había motejado, días antes, de enemigos del pueblo. Espigo aquí ejemplos diversos de los vellocinos con los que Trump trató de cubrir las propuestas que ahora actualizó y ratificó, sin modificar en nada su alcance de fondo.

De entrada, al enumerar los que considera logros de su primer mes de (des) gobierno, Trump se vanaglorió de sus intervenciones directas y personales para modificar las decisiones de inversión en el exterior –en México, sobre todo– de corporaciones a las que no tuvo empacho en publicitar: Ford, Fiat-Chrysler, General Motors, Sprint, Softbank, Lockheed, Intel, Walmart y muchas otras. Según él, van a invertir en EU miles y miles de millones de dólares y crearán decenas de millares de empleos. No precisó cifra alguna. Le bastó, como siempre, la hipérbole.

Casi de inmediato aludió otro tema favorito: “(…) mi gobierno ha escuchado el clamor popular sobre inmigración y seguridad fronteriza (…) Pronto comenzaremos la construcción de una gran, gran muralla a lo largo de nuestra frontera sur. Mientras hablo, estamos deportando a los malos, como lo prometí durante la campaña”. Ningún reconocimiento de la clara arbitrariedad con que se iniciaron las deportaciones, sin respeto al debido proceso; ninguna referencia a la suspensión judicial de la orden ejecutiva en materia migratoria, reexpedida en forma edulcorada días después. En cambio, recurrió a la emotividad más elemental como sustituto de toda conexión del discurso con la realidad y la racionalidad.

El resto de la exposición presidencial se enfocó en los cuatro, ocho o más años venideros. Recuérdese que Bannon ha pronosticado que la era republicana abierta por Trump se extenderá por medio siglo. Para delinear los pasos que como país daremos en el futuro, Trump comenzó por aludir al TLCAN y a China en los términos usuales: “Hemos perdido más de una cuarta parte de nuestros empleos en la manufactura desde la aprobación de NAFTA –dijo– y hemos cerrado 600 mil plantas industriales desde que China ingresó a la Organización Mundial del Comercio en 2001”. Se ha hecho notar que esas pérdidas son resultado de tendencias y fenómenos complejos que han modificado la operación de la economía y el comercio mundiales, en cuya escala de importancia relativa el libre comercio queda muy por debajo de, por ejemplo, las innovaciones tecnológicas vinculadas a la automatización y, más recientemente, la robotización. Impermeable a la evidencia, Trump sigue convencido de que la cuestión básica por corregir es el déficit comercial de EU dentro del TLCAN y en el comercio bilateral con China. Las baterías se enfilan, además, contra el sistema multilateral de comercio y sus instituciones. Es evidente que estos requieren ser reformados y puestos al día en función de las necesidades del crecimiento económico y la creación de empleos, no desde la añeja óptica del mercantilismo obsoleto y primitivo a la que se ciñen los planteamientos de Trump, y de su recién ratificado secretario de Comercio, Wilbur Ross.

Como ha sido usual, más que de crear empleos nuevos, Trump habló de recuperar puestos de trabajo que supuestamente EU ha transferido a otras naciones. Introdujo, sin embargo, un elemento antes ausente de su enfoque. Elogió los esquemas de inmigración selectiva aplicados en Canadá y Australia. Habló de sustituir el actual sistema de inmigración con baja calificación por un sistema basado en el mérito de los inmigrantes potenciales e invitó al Congreso a discutirlo como base del acuerdo migratorio que nos ha eludido por décadas.

Quedan sin tratar numerosas cuestiones anunciadas por Trump en su discurso de trono. Destacan, desde luego, el anuncio de expansión veloz del mayor gasto bélico del mundo, con el riesgo de despertar una nueva y desbocada carrera armamentista; la terca insistencia en derogar el sistema de salud establecido por su predecesor (el Obamacare), aunque no se haya definido cómo remplazarlo, y la reiteración de un programa gigantesco de gasto de inversión en infraestructura, simultáneo con un abatimiento casi sin precedente y muy regresivo de los impuestos.

Trump promete, en suma, un Estados Unidos que atiende sobre todo a sus propios intereses, sobre todo en el corto plazo; que minusvalúa la cooperación internacional; que coloca intereses locales (i.e., la minería del carbón) por encima de necesidades globales (el combate al cambio climático), por citar sólo unos rasgos. Nada esperanzador, en balance.