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Neoliberalismo y posverdad
L

a libertad no es el mercado. Por el contrario, en la era del neoliberalismo se ha vuelto, más que nunca en el pasado, sentido común la posverdad de que el mercado libre hace a todos libres, mientras nos demuestra cada día, lo contrario.

El diccionario Oxford cada año selecciona los términos más utilizados durante los 12 meses anteriores, y selecciona la palabra del año. Para 2016, la escogida fue posverdad. Este término lleva más de 10 años de uso, pero ahora en más y más análisis se le usa intensamente, refiriéndose a la circunstancia de nuestros días en la que los hechos objetivos tienen menor influencia, o no tienen ninguna, en la formación de la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal.

El discurso trumpiano, por ejemplo, es una posverdad prácticamente de punta a punta. Posverdad es el discurso neoliberal, y una avasallante cantidad de posturas actuales sobre la política y el quehacer político, incluidas las tesis sobre la representatividad y la democracia.

Una definición de la política dice que puede ser entendida como la actividad de quienes procuran obtener el poder, retenerlo o ejercerlo con vistas a un fin que se vincula al bien público o con el interés de la general del pueblo. Es una definición académica, pero es también una posverdad. Que es una lucha por obtener o por retener el poder por un grupo o un partido, es una verdad: es un hecho. Que tenga como propósito el bien público o el interés general, es un bonito deber ser, una posverdad.

El derecho positivo, es decir, el que está en las normas jurídicas cuyo contenido está en favor del pueblo, de la sociedad, de las mayorías, y que se traduce en hechos efectivos, si no es una posverdad, se le parece mucho.

Todo ello ocurre, porque hoy más que nunca, el neoliberalismo (político y económico) paró de cabeza al capitalismo. Lo más significativo es que bajo el neoliberalismo, el gran capital y el mercado se volvieron el poder por antonomasia, y la política pasó a segundo plano. Aun en segundo plano, la política se volvió una operación dizque altamente técnica, porque requiere, dicen, unas competencias que sólo los políticos formados en ellas, pueden y deben tener acceso a las posiciones de poder decisivas. Fue, asimismo, elaborado un discurso según el cual no hay otra forma de organizar el poder, que el gobierno representativo, con el peso mayor conferido al Poder Ejecutivo.

El conjunto del poder organizado opera para proteger unas condiciones de operación que garantizan la mayor concentración de la riqueza en un grupo numéricamente microscópico del total de la población del planeta que, paradójicamente, atascan brutalmente el funcionamiento de la economía mundial, sin dejar de hacer demencialmente acaudalados a los magnates que ya no se saben de este planeta, y hacer permanecer, cuando no aumentar, la profundidad y la extensión de la pobreza y la miseria indignas a la inmensa mayoría de los habitantes del mundo.

El gobierno representativo, en los hechos, se traduce en un divorcio completo entre los políticos y sus partidos y el pueblo en general. El poder de la trama económico-política de una parte, y los excluidos del mundo en otra parte, una parte increíblemente alejada e invisibilizada.

Múltiples indicios parecen anunciar que ese estatus está quebrándose, que las fracturas entre las élites del mundo, dentro de las naciones –especialmente las más poderosas–, y entre las naciones, avanza. Múltiples indicios existen, también, de que los excluidos son ahora parte de una inmensa masa de indignados, en quienes crece no sólo la indignación, también la comprensión y la conciencia. Actores serán, un día, de un cataclismo social, que echará abajo el búnker de la opulencia. Pero deben aprender a asociarse superando el individualismo.

El drama es distinto en cada nación y en cada región nacional. A muchos de los países ricos les ha nacido un tercer mundo en sus propias entrañas, que se empoderarán, entre otras cosas porque los amos son una población sin crecimiento. En cada país, los excluidos llevan una vida asaz aciaga, y los tiranos a los que enfrentan les exigen caminos y veredas diferentes. Pero hay una constante para todos en el planeta: la inhumana desigualdad social; pero los del búnker no han ganado el estatus actual para siempre.

Si el más profundo de los problemas en México es, como en todas partes, la desigualdad, luchar contra ella exige abatir el duro escudo de la corrupción. Tácticamente, sepultar la corrupción y limpiar la casa de toda la bazofia que sale a flote a cada paso, va primero. Sí, muchas tareas sería preciso cumplir aún en el estrecho margen que dejan las infames reglas de la globalización neoliberal, pero el acento, el empuje, el acorralamiento y destrucción de la corrupción demanda un gobierno que convoque y haga participar a la sociedad toda, para abatir la gangrena de la corrupción.

Es verdad que el único partido eventualmente capaz de echarse encima esta tarea ciclópea, es Morena. No puede hacerlo el PRI (la corrupción no se suicida), no lo hará su gemelo el PAN, no lo haría tampoco el PRD, que busca hoy afanosamente cómo convertirse en el furgón de cola del PAN.

Morena, no obstante, tiene que mostrarle no sólo al pueblo excluido, sino al conjunto de la sociedad –no a las élites aterrorizadas por la posibilidad de que Morena gobierne–, que sabrá gobernar, que sabe por dónde empezar.