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Ver día anteriorLunes 13 de febrero de 2017Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Agua que habla
H

ace unos días regresé. Navegar por el río Usumacinta, arropado por el fuego de la felicidad de vivir y recordar los sentimientos más íntimos, nos invita a abrirnos a la memoria para dar paso al sol entre sombras incendiadas. En Yaxchilán, en la ribera de este río milenario, la arquitectura es un incendio que recrea las oportunidades de la aurora. Como ceibas sobre el fondo de los tiempos, los brazos de los hombres se levantaron para crear la más grande ciudad del mundo maya. Tuvo su esplendor en el tiempo llamado clásico, en los siglos VII y VIII, de nuestra era. Pájaro Jaguar y Escudo Jaguar fueron sus gobernantes de más gloria.

Apenas pone uno pie en esta ciudad sagrada suena la bienvenida en una sinfonía de árboles, tucanes, saraguatos, chicharras y jaguares. Pasando el conjunto del Laberinto, caminando hacia el sur, al poniente de la Gran Plaza la monumental escalera del Edificio 33 expresa claramente que para los mayas el tiempo es tan relativo que sólo puede ser recuperado en la memoria labrada en cada estela, en cada dintel que guarda los umbrales de los templos. Ellos saben que para que la historia permanezca viva hasta el fin de los tiempos es preciso contarla y recontarla al infinito. Quizá por eso en su Gran Plaza los arquitectos alinearon estelas, altares y edificios. Aquí se aprende a leer pensando en muchas cosas. En todas las cosas. Del glifo a la palabra, de la palabra a la idea, se transita por un instante milenario.

El tenaz y fino trabajo que por años encabezó Roberto García Moll en los 70 y 80 del siglo XX nos hizo saber que existe en Yaxchilán una firme apuesta por preservar la memoria. Aquí, el discurso de la historia se mezcla con el de las ideas y, a través de majestuosas estelas y dinteles integrados a la arquitectura, nos invita en permanencia a la evocación. Una sucesión de signos narra los eventos sobre los que se fincaba la economía y el poder: los nacimientos, el ascenso de los gobernantes, los matrimonios, las conquistas, las muertes. Sumados a estos actos de la historia se consignan, en un perfecto juego de luz y sombra los elementos míticos que la sustentan: la advocación de las deidades con toda su carga de ritos y ceremonias de sacrificio y autosacrificio.

Lo supe siempre, hoy lo reitero: combinando en perfecto equilibrio durante más de dos décadas la paciencia, el esfuerzo y la sabiduría, Roberto García Moll puso al alcance de nuestros sentidos las entrañables formas de leer nuestra historia que nos regala la arqueología en toda su majestad. Y es que si aprendemos a ver a través de ese oficio que a muchos nos hace feliz no podemos quedarnos inmunes. Los espacios creados por los antiguos mexicanos nos conmueven.

Así hemos llegado a saber que los mayas de Yaxchilán ofrendan su arquitectura y su escritura sagrada. Ellas están interesadas, a un tiempo, en la omnipotencia de lo divino y en la frágil y más tenaz resistencia de lo humano. En ambos casos la preocupación por dejar grabados para siempre los elementos hagiográficos le proporciona a la ciudad un mágico sentido que hace recordar, callado en el oído, un sentir que en los ojos, sin palabras, sin voz, el hombre crea.

Los hombres y las mujeres de Yaxchilán vivieron porque supieron que en su ciudad sagrada, día tras día, sabría siempre el fruto a su raíz. El manantial que emerge a borbotones de los signos esculpidos en la piedra vence al olvido, hace nacer la historia y se graba en la memoria. Aquí, sus animales como seres divinos, sus hombres como artífices de los caminos del mundo, crearon las imágenes para después inventarles las palabras. Las formas de su arquitectura, los volúmenes de su escultura, la fina densidad de sus adornos, nos regalan el universo en cada parpadeo.

Esta sinfonía concertada a fuerza de memoria repetida una y mil veces teje la trama que permite sostenerse en el tiempo infinito a los hombres y a las mujeres de la selva. En Yaxchilán, a cada paso, la historia nos lleva de la mano a la poesía. Juntas, nos hacen caminar por un sendero que nos conduce al vuelo y, suspendidos, nos colmamos de luz.

El tucán suena y suena, los árboles se despiden, las chicharras están calladas, los saraguatos continúan volando en el sonido, el jaguar es ya celaje. Al remontar el Usumacinta escuchamos la voz de Carlos Pellicer que, en un susurro, nos repite: Y el agua crece y habla y participa, y aprendemos que el instante y el infinito se unen en un grito de la selva. Así llegamos a saber que los mayas de Yaxchilán sonreían con las manos como alguien que ha podido tocar la luz.