Opinión
Ver día anteriorMartes 6 de diciembre de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Dixio
 
Otto Dix en el Munal
L

a principal falla de mi visión sobre el autorretrato de Otto Dix que se exhibe en el Museo Nacional de Arte (Munal) y que ocupa la portada del catálogo (a lo que me referí en la primera parte de este artículo sobre el artista alemán) consiste en no haber dicho que la imagen del autor, posada frente a un espejo, obedece en todas sus características a la llamada nueva objetividad. ¿Por qué? Porque representa la imagen en el momento en que fue pintada, no al pintor.

Como todos sabemos, la imagen especular no entrega nuestra propia imagen, pero invertida, y así aparece Dix, a menos que haya sido zurdo, algo que no manifiestan las fotografías que se le tomaron, que son bastantes, era afecto a ser retratado y creía poseer un físico grato, en lo cual estaba en lo cierto; hay fotos excelsas (en todos sentidos) en el libro publicado por la Secretaría de Cultura federal, cuyos autores son fotógrafos que tuvieron buen cuidado de invertir la imagen.

La curadora general Ulrike Lorenz aporta una de las peculiaridades científicas que el espectador puede detectar, independientemente de la excelencia o pericia con la que están utilizados los medios. Hay también curiosidades especulativas bien logradas. Así, uno de los mejores trabajos exhibidos es una acuarela realzada con mina de plomo que revela la inmensa maestría depositada en su uso.

En una de las secciones del texto principal del libro, dedicada y con muy buen juicio a recuperar recuerdos directos de Dix, tomados de sus propios diarios o bien de entrevistas, publicadas, Ulrike trae a la memoria un recuerdo del propio Dix que remite a una sensación de infancia: Por primera vez me llenó de asombro la magnitud del trasero de las chicas.

No sabemos si se trató de una sorpresa grata, suponemos que sí lo fue porque él había tenido la oportunidad aleatoria de compartir la cama con la robusta y bien formada empleada de servicio y de allí derivó esa primera vez, que probablemente generó una afición por lo menos visual, que ilustró, muy hermosamente, en una de las piezas mejor dadas de la exposición, en la acuarela realzada con lápiz titulada Yo en Bruselas (1922).

Aquí hay erotismo, objetividad, primor y a la vez la evocación de una costumbre que a lo mejor fue muy común en ese tiempo entre el gremio de la prostitución, misma que consiste en enseñar no el frontispicio, sino el trasero en su totalidad; tal vez el hecho haya tenido una función doble, no lo sabemos, lo digo porque ya en ese tiempo había varones bien dotados de apariencia que se disfrazaban de mujeres y salían a la pesca, pero esto es una conjetura mía tomada más bien del teatro, que me llama la atención porque la afición de Otto Dix por esa sección corpórea que se atribuye principalmente a las mujeres es muy común y atractiva también en los hombres.

Espero que alguno o alguna de mis posibles lectores vayan a ver la acuarela y si de antemano no han reparado en ella, tiene un antecedente que descubrí (es un decir, no descubrí nada, tan sólo encontré) en Klimt, una figura pretendidamente femenina en la misma actitud de remangarse hasta la cintura y por detrás el vestido. De modo que la usanza no debe haber sido totalmente inédita. Ese mismo año, Dix tuvo la urgencia o la moción de crear un aguafuerte que representa a un ahorcado, muy trajeado y con la lengua de fuera; es sin duda un buen trabajo, ¿a quién complace?, tal vez complació en su momento a la viuda del ahorcado, pero no lo sabemos a ciencia cierta.

Otro pintor que gozó de popularidad en la época de Klimt no fue Dix, sino al parecer Arnold Böcklin, quien se convirtió en uno de los manes (dioses tutelares”) nada menos que de Giorgio de Chirico, pero podemos pensar –eso no está prohibido– que De Chirico tuvo que ver con la nueva objetividad; eso queda para futuros comentarios.