Opinión
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Campañas mínimamente aceptables
¿N

o decía Mark Twain que si los votos sirvieran para hacer cambios no nos dejarían votar? Lo mismo cabe expresar de las campañas electorales: si sirvieran a la democracia, acaso estarían proscritas.

Cuando en el segundo semestre de 2005 se disparó el número de espots llamando a los ciudadanos a identificar voto con democracia sentí que nada bueno podía esperarse de esa campaña oficial. Y así fue. La trampa sustituyó la voluntad de la mayoría de los electores. Ya para entonces, sólo a partir de la de 1973, se habían hecho media docena de reformas a la ley electoral. En ninguna de ellas se consideraron seriamente dos de los aspectos fundamentales de una intención democratizadora: los partidos políticos y las campañas. Aquí me referiré a las campañas.

Hasta ahora, en el formato que tienen, las campañas sólo sirven al partido de los negocios, como llamó Noam Chomsky al duopolio estadunidense (Partido Republicano-Partido Demócrata). En México lo hemos reproducido en el que protagonizan el PRI y el PAN, que de pronto incluye algún independiente. Las malformaciones políticas de las campañas de estos contendientes contagiaron a los demás. Por lo general su acento se halla lejos del debate y de la educación cívica: está en el espectáculo vil y caro, en el que prevalece el engaño que entraña la publicidad del mercado.

Lo que prometen candidatos y partidos nada tiene que ver con la necesidad de dar solución a los problemas más agudos que padece la sociedad. El juego del poder se torna en transacciones oscuras, mafiosas y generadoras de más problemas de los que logra resolver. Una prueba –científica– está en los gobernadores que dejaron o están por dejar económica, humana y moralmente maltrechos a los estados que han gobernado.

Por principio debe abatirse una quinta parte, por lo menos, el gasto electoral y dejar francas las puertas al derecho penal en lo que hace a los protagonistas –funcionarios y empresarios legales e ilegales– de los privilegios y ventajas, que quitan poder a la mayoría y lo dan al minúsculo grupo de patrocinadores-sobornadores y funcionarios sobornados.

Las campañas de éste o aquél candidato o partido no tendrían que hacer otra cosa que mostrar los antecedentes de gobierno o de praxis civil de los aspirantes, y también exponer los problemas que pretenden resolver y las maneras de hacerlo. A ello, eso sí, obligadamente, deberían limitarse las campañas. Y a los debates correspondientes entre los oponentes. A cargo del gobierno quedaría la infraestructura necesaria para que las condiciones de equidad se cumplieran y todos los involucrados pudieran disponer de tiempos y espacios mediáticos para dar a conocer su experiencia e ideas sobre el ejercicio de gobierno.

La verdadera campaña es aquella que se realiza cuando se es funcionario público en el cumplimiento de sus obligaciones, según los compromisos contraídos con sus electores o como ciudadano realizando actividades tendientes a mejorar la vida pública de la comunidad. No lo han asumido así ni siquiera aquellos que, como Andrés Manuel López Obrador, pueden dar cuentas aceptables de lo que hicieron como servidores públicos. Y si lo comparamos con otros gobernantes, no hay ninguno que lo haya superado en la década reciente.

Algunos, como el gobernador de Nuevo León, que ya se ven en campaña electoral para la próxima elección presidencial, quizá empiecen a entender que no hay mejor currículum político que hacer obras y tomar medidas de efectivo valor social. En su primer informe de gobierno, Jaime Rodríguez Calderón pudo anunciar el cierre de las pedreras, fuente de contaminación del área más tóxica del país –el Monterrey metropolitano. También anunció la confiscación de la llamada Ecovía, un sistema de transporte caro y mal planeado.

La secuencia y consecuencia de ambas medidas aún no se puede evaluar y precisar. Pero son muestra de que el poder, cuando se lo propone, mueve lo que parecía inamovible. Una tercera decisión importante es modificar cualitativamente el proyecto hidráulico Monterrey 6. Puede ser sólo para dar participación a los empresarios locales. Habrá que ver. Un logro, sin duda, que desborda los límites del Estado es el establecimiento de las humanidades en la educación, desde la primaria. Lo extraño es que a su impulsora, la Secretaría de Educación, ya la visualiza fuera del puesto.

Rodríguez Calderón podía haber sido más convincente desde su campaña si a cada promesa le hubiera puesto porcentaje de cumplimiento, que es como debiera ser presentada una plataforma política en una campaña electoral.

El gobernador de Nuevo León se presentará a la competencia presidencial –es lo más probable– con un porcentaje menor de objetivos de gobierno realizados, lo cual sonará discordante con su promesa de condicionar su participación a la solución de los problemas del estado. ¿Resolver los problemas de Nuevo León en 30 meses? Pareciera que alguien lo está mal asesorando. El de mayor peso, por su significado, acaso le resulte el más difícil de enfrentar: la impunidad de su antecesor. Pero tiene otros fierros literalmente en la lumbre: la inseguridad y la impartición de justicia.

El error de militarizar la seguridad está en la justificación del secretario de Seguridad Pública ante los boquetes experimentados por Nuevo León en esta área: la inseguridad persiste, porque la sociedad no está unida. Contundente la demagogia del general Cuauhtémoc Antúnez.