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Ver día anteriorMiércoles 5 de octubre de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Pintura mexicana en París
L

a exposición titulada Mexique 1900-1950: Diego Rivera, Frida Kahlo, José Clemente Orozco et les avant-gardes abre las puertas del Grand Palais al público este miércoles 5 de octubre.

Venidas en gran parte de México, se exhiben 202 obras maestras de la pintura y escultura mexicanas. Poder contemplarlas, antes de la inauguración, en el silencio de las salas, sólo interrumpido por los diálogos de alguna de las películas de la época que pasan en las gigantescas pantallas de una sala o por la música de una canción ranchera o de un bolero proveniente de uno de los últimos recintos que albergan la exposición, permite admirarlas a sus anchas, pero también preguntarse qué es eso que se llama pintura mexicana, si acaso puede aludirse con estos términos, y englobar con ellos a obras tan disímiles como las presentes.

Quienes puedan tener la dicha de venir o estar en París durante los próximos meses podrán gozar del privilegio de hacer un largo viaje a México. En efecto, uno de los méritos de una exposición tan rica es transportarnos y hacernos viajar en la historia más auténtica y profunda de la nación mexicana. De La Molendera inclinada sobre su metate, magníficamente pintada por Diego Rivera, al cuadro de Siqueiros mostrando el puño del revolucionario que él fue, es la historia la que testimonia, de la más humilde mujer del pueblo al más orgulloso de los artistas.

Pero, ¿qué pueden tener en común, aparte el hecho de maravillarnos por la audacia de sus hallazgos pictóricos, Paisaje zapatista, tela cubista de Diego, su brumosa Notre-Dame de París o su figurativo Retrato de Adolfo Best Maugard, tres pinturas del mismo autor tan distintas entre ellas? Y cuál puede ser el denominador común, ese espíritu que pudiera revelarnos los vasos comunicantes entre Interior con piano, de Agustín Lazo; El muerto, de José Clemente Orozco; Retrato de Nahui Olin, del Dr. Atl, y Animales, de Rufino Tamayo, aparte el hecho de ser obras creadas por mexicanos. ¿Nada? ¿Un leve soplo, un color, un arrebato, la violencia del color? Búsqueda y extravío incesantes de la identidad mexicana, cuestión que brilla como una revelación que se vela en el momento de su aparición, llama que se apaga en su propia llamarada. Octavio Paz no cesó de dar vueltas en su estrujante Laberinto de la soledad.

No queda sino abandonarse a la visión de las telas sin buscar interpretaciones que no pueden dar respuesta, esfinges silenciosas que saben guardar su secreto. Admirar Escena callejera, Nocturno y Ciudad en brumas, de Montenegro. Sorprenderse con La futbolista, de Zárraga. Deleitarse con curiosidad ante El niño tortuga, de mi amigo Juan Soriano, al fondo de la cual, tras el telón abierto, puede verse en una caja de cristal al monstruo infantil, ante un público popular al que un personaje, autorretrato de Soriano, muestra la escena: una maravilla de pintura. Volver a ver las vendedoras de alcatraces de Diego, los autorretratos de Frida, las frutas de Tamayo. Inesperado el bellísimo Retrato de María Asúnsolo, de Siqueiros. Dignas de detenerse, las fotos de Lola y Manuel Álvarez Bravo, o las que hizo Antonio Garduño de Nahui Olin. Los óleos de Salvador Novo y de Chucho Reyes respectivamente de Rodríguez Lozano y de Montenegro, fascinantes en su masculina feminidad. Las pinturas satíricas que Miguel Covarrubias hizo de Stalin, Hitler o Antonescu son obras de arte y crítica al poder.

Pedagógica, la exposición se divide en temas que siguen una cronología que va de El arte antes de la Revolución mexicana al Encuentro de dos mundos: hibridaciones.

Un voluminoso catálogo, que me ofrece Julie, encargada de prensa, reproduce las telas expuestas, así como los textos de expertos con la dirección de Agustín Arteaga Domínguez, comisario de la exposición.

Para descansar entramos al restaurante Le Minipalais, desde cuya terraza puede verse el Petit Palais tras las altísimas columnas del Grand Palais.