Opinión
Ver día anteriorSábado 13 de agosto de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Una ciudad de pueblos
L

a Comisión Nacional de los Derechos Humanos dirigió una recomendación al titular del Ejecutivo federal para que presente una iniciativa de ley que exija que los pueblos indígenas sean consultados cuando se lleven a cabo proyectos que afecten sus tierras comunales o sus poblaciones; el exhorto llega demasiado tarde para muchas comunidades, amén de que no parece probable que venga de Los Pinos una legislación en ese tenor, ahí tienen los ojos puestos en inversiones extranjeras, minas, petróleo, electricidad y otros grandes negocios.

Para la Ciudad de México la propuesta es buena, a pesar de que quedan pocos de los cientos de poblados indígenas establecidos en el valle y las montañas. Los más han quedado envueltos por la mancha urbana, sus tierras arrebatadas por la fuerza o compradas a vil precio mediante engaños; salvo en las delegaciones del sur: Tlalpan, Xochimilco, Tláhuac, Milpa Alta y Cuajimalpa, poblaciones compactas bien identificadas quedan pocas.

Los pobladores originarios se han dispersado y no es fácil identificar el viejo casco de los poblados; los que quedan padecen el alza de los impuestos territoriales, la improductividad de sus parcelas o su desaparición, y el cambio de vida de rural a urbana.

Un caso es el de Santa Úrsula Coapa, pueblo muy antiguo cercano a Coyoacán; su comunidad fue propietaria, a partir de una merced real expedida por Carlos V, del Pedregal que por siglos fue su entorno, fuente de ingresos y orgullo. Mediante engaños y acuerdos con dirigentes engañados del comisariado de tierras comunales, una empresa privada levantó en sus terrenos el estorboso estadio bautizado con el nombre de Azteca. El despojo se produjo en tiempos de Uruchurtu y el pueblo de Santa Úrsula sobrevive rodeado de avenidas y fraccionamientos modernos, con carencias y dificultades, pero conservando su identidad.

Otros casos son los del Peñón de los Baños y San Juan Pantitlán, en cuyos terrenos se asentó el aeropuerto Benito Juárez, por lo que si deja de operar, de acuerdo con la antigua ley agraria, los terrenos volverían a manos de sus antiguos titulares a quienes se les expropió para un fin específico y no para ningún otro diferente. Así que si esos amplios espacios dejan de ser la terminal aérea, habrá que tomar en cuenta a las comunidades que los tuvieron como tierras comunales o ejidales.

En la Benito Juárez, mi delegación, subsisten con dificultad algunos pueblos de origen prehispánico: Xoco, donde hace un par de generaciones hablaban náhuatl y cosechaban hortalizas para vender en el mercado de Mixcoac. Santa María Nonoalco reducida al mínimo bajo los puentes del Periférico; Santa Cruz Atoyac, Tlacoquemécatl, Nativitas, San Simón Ticumac y seguro muchos más que no recuerdo o que fueron suprimidos por avenidas, conjuntos habitacionales y viaductos.

Luis Leñero Otero hace unos años escribió en su revista Desarrollo sobre el tema de las culturas superpuestas que coexisten en el país y en esta ciudad; la arcaica o antigua, de raigambre indígena, el sustrato de nuestra sociedad; la tradicional traída con la conquista que inmediatamente se sobrepuso a la anterior y se ha mezclado con ella de tal modo que a veces parecen una sola y finalmente la que llama Leñero moderna o cosmopolita, que ha roto límites y ha desbordado a todas a partir de la globalización con la pretensión de aplastar, borrar, desaparecer a las demás.

La ciudad tiene una deuda con los pueblos que la integran, dueños primigenios de este aún hermoso valle y sus montañas. Los capitalinos tenemos el deber de preservar las culturas y más que eso, la identidad de estos pueblos originarios; son los verdaderos dueños del territorio, sus comunidades han sobrevivido y ahora que tendremos una constitución, debemos, al elaborarla y ponerla a referendo, no sólo aprender de su vieja sabiduría, sino asegurarles su derecho a existir, a conservar su cultura y a organizarse con autonomía.