Opinión
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La imposibilidad de lo posible
A

100 años de la batalla de Verdun, en 1916, acaso una de las más desgarradoras de la Primera Guerra Mundial, el conflicto que se prolongó de 1914 a 1918 aparece hoy como lo que en realidad fue: la primera gran carnicería en que los estados liberales europeos se deshicieron de sus ejércitos de parados en el campo y la ciudad –así como de la amenaza de las rebeliones sociales que encerraban– y se rehicieron tecnológica e industrialmente. Y sin embargo, en agosto de 1914, ninguno de los estados que se involucraron en su conducción podía imaginar, ni remotamente, la dimensión que adquiriría la conflagración.

Cuando comenzó, la alianza entre Alemania y el imperio austro-húngaro (para someter al nacionalismo serbio) se antojaba como otra guerra de gabinete, al igual que las que habían acontecido en el siglo XIX. Pero en unos cuantos meses, como escribiría Sartre, el mundo escapó a todas las manos. La tesis convencional es que Alemania, una potencia tardía de la época, buscó abrirse el espacio económico, militar y político que Francia, Inglaterra y Rusia le habían cerrado. Nuevas investigaciones proponen una imagen distinta. Rusia e Inglaterra, dos potencias en declive aliadas con Francia y una decena de países, habrían encontrado la rara oportunidad de situar a Alemania en una guerra de dos frentes, lo cual, en efecto, sucedió. El resultado no sólo desembocó en la mayor catástrofe humana de la época, sino en la primera gran crisis de la modernidad: 11 millones de muertos y mutilados revelaron que el concepto occidental de civilización contenía en su seno una posibilidad atroz de la barbarie. Todo lo que el capitalismo liberal del siglo XIX había propiciado como expansión, invención y creación tenía su contraparte en una pulsión portentosamente destructiva.

Uno podría afirmar que el estallido de 1914 reitera que, en la esfera de la subjetividad social, la posibilidad de lo imposible –de lo rigurosamente inconcebible– siempre está a la mano. Y sin embargo, lo que definió al conflicto fue acaso la afirmación contraria. Estados que ofrecieron durante medio siglo promesas nunca cumplidas de bienestar, educación y salud a sus mayorías marginadas acabaron ahogados en el delirio. Tal vez, el momento de la crisis más radical de una sociedad moderna acontece cuando lo posible se vuelve una y otra vez imposible. El momento del acontecimiento mismo.

La Primera Guerra Mundial se efectuó, cáusticamente, en nombre de los valores de la civilización, la democracia y la libertad. Es bajo el signo de esos mismos principios, y sólo en su forma vacía, que desde hace un lustro se desarrollan las batallas contra el terrorismo en las diversas capitales europeas. La analogía termina por supuesto aquí. Un siglo después de 1916, el de civilización es un concepto que se emplea como homologación estricta de la guerra (el choque de civilizaciones); la libertad se encuentra interdicha por los dilemas de la seguridad; y la democracia parece ataviada por ese parlamentarismo gris en el que cada acción decisiva del Estado está bajo sospecha de secreto de Estado.

Aunada a la sombra de este declive, desde hace un par de años la prensa occidental se encuentra llena de comentarios, unos más serios que otros, sobre lo que aparece hoy como lo estrictamente inconcebible: la posibilidad de una confrontación directa entre la OTAN y Rusia, un choque vis-à-vis entre las grandes potencias, como no había sucedido desde 1945.

A lo lejos suena como una suerte de la peor de las versiones de ese género literario que hoy se llama política-ficción. Pero cuando Stephan Cohen, el experto en asuntos rusos de Harvard, lo debate públicamente, y un general inglés en activo escribe una novela en la que las fuerzas occidentales chocan con tropas rusas en Lituania, el asunto es para pensar.

Es evidente que, en primer lugar, se trata de una narrativa estrictamente retórica, un argumento más para legitimar las medidas del Estado de seguridad y alimentar una de las más antiguas angustias occidentales.

En segundo lugar, uno no imagina, a menos de que se trate de una novela gore, a los jóvenes europeos de la actualidad incendiados, como en 1914, por el fervor de guerra.

Y en tercer lugar, se encuentran las armas nucleares, que crean un paradigma similar al de la guerra fría: una guerra en la que ambas partes se destruyen mutuamente.

Y sin embargo, en los dos años pasados, la relación de fuerzas que define a la geopolítica europea ha cambiado visiblemente. Rusia ha mostrado, en los conflictos de Ucrania y Siria, que su fuerza militar está prácticamente restablecida. En principio, Estados Unidos ya perdió el papel unipolar que ejerció desde los 90. El mundo de hoy ya es multipolar. Lo nuevo, sin duda, es un cambio de posición de Estados Unidos. Washington podría replegar su apoyo a la Unión Europea. La razón es sencilla: una vuelta hacia sí mismos, como han hecho los estadunidenses tantas veces en su historia. Entonces, Moscú podría sentir la tentación de volver a trazar las antiguas fronteras de su hegemonía.