Editorial
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Abusos militares: cambiar el rumbo
E

l titular de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), Salvador Cienfuegos Zepeda, ofreció ayer una disculpa pública tras la divulgación de actos de tortura cometidos por dos elementos del Ejército Mexicano contra una mujer en Ajuchitlán del Progreso, Guerrero. El general se refirió a estos hechos, ocurridos en febrero de 2015 y dados a conocer el pasado jueves, como actos irracionales y equivocados, que indignan y denigran a las fuerzas armadas.

El divisionario acompañó sus declaraciones con un llamamiento a todo el cuerpo castrense para actuar siempre en estricto apego a la ley y denunciar cualquier acto violatorio contra la misma.

En un contexto en que la reacción habitual de las autoridades ante señalamientos por violaciones graves de los derechos humanos consiste en la negación de los hechos y la descalificación de las acusaciones, cabe reconocer el gesto del titular de la Defensa como un paso en la dirección correcta. Tal actitud debiera constituir la norma del actuar institucional ante episodios de este tipo que, pese a los señalamientos del general, se encuentran lejos de constituir casos aislados: los hechos de Tlatlaya son otro ejemplo reciente del actuar extralimitado y violento de las fuerzas armadas en el cumplimiento de tareas de seguridad.

Atendiendo a estos hechos, resulta notorio que en el discurso del encargado de la defensa nacional se omita toda referencia a la inadecuación entre las labores policiacas y el entrenamiento y función constitucional de las fuerzas armadas, principalmente cuando resulta evidente que dicha incompatibilidad representa un factor determinante en la reiteración de episodios en que integrantes del Ejército cometen violaciones a las garantías fundamentales de civiles.

Tal parecer fue expresado por Amnistía Internacional, cuya sede mexicana se pronunció por la urgencia de poner fin al papel de las fuerzas armadas en el desempeño de funciones policiales para las que carecen de adiestramiento o de las que no rinden cuentas.

Con los sucesos de Ajuchitlán se ratifica que, además de abonar al descrédito de la institución armada, la permanencia de las tropas en las calles contribuye al agravamiento de la situación de los derechos humanos en el país, al crear las condiciones para la repetición de estos episodios. Sin embargo, es pertinente recordar que en el México contemporáneo los mandos militares se han caracterizado por una histórica disciplina ante el poder civil, por lo que la responsabilidad política de actos tan graves, como el dado a conocer esta semana, recae, sin duda, en los mandos civiles que delegan en el Ejército o la Marina delicadas tareas de seguridad con el argumento de la incapacidad de las corporaciones policiales.

En suma, es preocupante la falta de voluntad por parte de las autoridades civiles –que detentan, en última instancia, el mando supremo de las fuerzas armadas– para remediar una situación anómala e insostenible, pese a que el cambio de rumbo en materia de seguridad se presentó como bandera de la actual administración federal.