Opinión
Ver día anteriorMiércoles 24 de febrero de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Se nos fue Óscar Roemer
E

n el Windsor School, Óscar Roemer resultó ser el niño más creativo de tercero, cuarto, quinto y sexto de primaria. Cantábamos juntos el himno a la reina de Inglaterra: God save the Queen y hacíamos sumas, restas y divisiones en pounds, shillings and pens. Nos formábamos en la fila, Alma Slim, hermana de Carlos Slim, Mimí Helú, prima de Alma Slim, Jorge Sayeg Helú, muy delgadito, tímido, callado e inteligente también pariente de Carlos Slim, Sergio Segura, David Bejar, Alejandro Ochoa, a quien castigaron porque dijo que de grande quería ser partero. Otro niño muy guapo y misterioso guardó sus distancias, Raúl Castellanos. Alguna vez supimos que su papá era o había sido la mano derecha de Lázaro Cárdenas. Yvonne Saniel era sobrina del rey Carol de Rumania, quien se refugió en México con su amante madame Lupescu, y vivió en Coyoacán.

Entre todos, destacaba Óscar Roemer y todavía hoy recuerdo sus gestos y parlamentos porque tenía algo del genio de Chaplin y a la hora del recreo nos hacía reír y llorar. Cuando él mismo lloraba, tomaba cada una de sus lágrimas entre el pulgar y el índice y al tirar una y después otra decía: Plunk. Antes de que los creadores de las tiras cómicas tradujeran los sonidos en palabras: honk honk, pum, paf, zas, guau, Óscar descubrió el plunk.

Una mañana, su papá, Ernesto, director de orquesta, amigo de Diego Rivera acudió a la escuela y conocí a un señor alto, el pelo chino largo y alborotado, la sonrisa a flor de piel. ¡Qué bueno que tienes papá! Mi papá está en la guerra, hace mucho que no lo vemos Kitzia y yo.

Óscar presumía mucho de su primo, Rodolfo Stavenhagen, quien iba un año más adelante y en una fiesta me sacó a bailar. ¡Que me sacara a bailar uno de sexto me provocó una arritmia que todavía dura! En las fiestas bailábamos la conga y una, dos y tres, qué paso más chévere, hasta que alguna mamá gritaba: Ya niños, van a tirar la casa. El que mejor bailaba era Óscar Roemer, quien me advirtió: De grande, voy a ser el mejor bailarín de tango. ¿Qué es eso? Ya lo verás cuando te saque a bailar. Nunca me sacó, pero por él me enteré que el tango es un pensamiento triste que se baila.

Sin muchas ganas, Óscar tocaba el violonchelo; era vienés, austriaco y su papá introdujo a Mahler en México y fue amigo de Silvestre Revueltas (y no de Carlos Chávez). También Óscar dibujaba y pintaba. Cuando nos despedimos del Windsor, lo perdí de vista (mamá nos envió a un convento de monjas en Filadelfia) hasta que una tarde, mi queridísima amiga Rosita Nissan, autora de Novia que te vea e Hijo que te nazca y otros libros sensacionales, hizo que nos reconociéramos a los setenta y pico de años. Me enteré de que además de bailar tango era arquitecto, pero lo mejor es que volvimos a reírnos como a la hora del recreo en el Windsor.

Óscar Roemer escribió su biografía Elegí el barco y de pronto –a lo largo de ese gran telegrama que es su libro– descubrí que era judío. Nunca lo supe, nunca sé cuando alguien es algo. En Elegí el barco, Roemer habla de Austria, de Suiza, de México, de los generales Múgica y Cárdenas, de Miroslava, John Steinbeck, Ezequiel Padilla, Sarita Montiel, Alejandro Jodorowsky, Friedrich Katz y de muchos políticos y enganchadores, en su mayoría priístas. Su libro me encantó, pero lo que más me sorprendió fue su vida sexual, sus matrimonios sucesivos con mujeres que se van furiosas de enojadas y siempre regresan a su cama y la absoluta libertad con la que cuenta sus amores y sus acostones. ¡Cuánto desenfado! ¿Óscar Roemer hizo todo esto? ¿Es cierto, Rosita? ¡Qué bárbaro! ¡Cuántos riesgos corrió! Me conmovió su amor por sus hijos y nietos. Siempre hizo lo que le dio la gana, confirmó Rosita y ahora mismo ha de estar burlándose de nuestra tristeza, porque Óscar Roemer se fue de la Tierra a un planeta mucho más luminoso en la madrugada del 19 y me presenté enlutada en su entierro como una más de todas las mujeres que lo amaron, quizá la primera, porque lo quise cuando él apenas tenía nueve años y los dos –venidos de otro continente– compartíamos el oleaje y la ilusión de la barca de oro que nos trajo a México.