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Roa Bárcena y los 
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Santa Muerte, 
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Un viajante llamado 
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	  Arthur Miller en diciembre de 1965. Fuente: tomada del libro 1960s. 
	  Decades of the 20th Century. Archivo de The Hulton Getty Picture collection 
    
	
	Su  obra máxima tuvo fuerte resonancia, incluso en China.  
	  El  escritor estadunidense tiene una amplia bibliografía, misma que le asegura 
	  “un  lugar de honor en la historia de la literatura dramática”.  
	Antes  de su estreno oficial en Broadway, en el Morosco, el 10 de febrero de 1949, y  siguiendo una vieja tradición del teatro estadunidense, La muerte de un viajante subió a la escena en un teatro no  neoyorquino, para ir pulsando la respuesta de la audiencia. Su primera función  pública tuvo lugar en el Locust Street Theatre, de Filadelfia, en el 1411 de  dicha calle, durante el mes de enero.  
	Aquel mismo día, por la tarde, daba un  concierto justo enfrente de ese teatro la Filarmónica de la ciudad, interpretando la sinfonía más fulminante de Ludwig van  Beethoven, la 7.ª, y Elia Kazan, que dirigía la obra de Miller, dictaminó que  Lee  J. Cobb (el primer y dizque mejor Willy Loman de todos los que ha habido) tenía que oírla para  cargar las pilas. “Nos sentamos en un palco, a derecha e izquierda de él –según  contó Miller en sus memorias, Timebends, casi cuarenta años después–, y lo exhortamos a inhalar profundo  el heroismo de esa música y exhalarlo a tope por la noche en su papel.” 
	Por la noche, en el teatro, se oyó “una  melodía tocada por una flauta, una música leve y fina, que habla de hierba, de  árboles, de horizontes”, se levantó el telón y, por primera vez en la larga  historia del teatro universal, Willy Loman, el viajante, entró en escena por la  derecha, con dos grandes maletas de muestra: “La flauta sigue tocando –acota  Miller. Willy la oye, aunque sin darse cuenta de ello. Su agotamiento es  manifiesto hasta cuando cruza la escena hacia la entrada de la casa. Abre la  puerta, entra en la cocina, deja su carga con alivio y palpa sus palmas doloridas. Deja escapar unas palabras en un  suspiro; podrían ser: “¡Cielos! ¡Oh cielos...!” 
	Y sigo citando de las memorias de Miller,  porque supo contarlo de manera precisa y emocionante: 
	
    Como en otras  representaciones posteriores, no hubo aplausos  cuando cayó el telón tras aquella primera función. Entre los  espectadores pasaron cosas muy curiosas. Al caer el telón algunos se  levantaron, se pusieron sus abrigos y se volvieron a sentar; otros,  especialmente hombres, seguían sentados, inclinados hacia delante y escondían  sus rostros entre sus manos; algunos lloraban sin recato. Hubo espectadores que  cruzaron el patio de butacas para conversar con otros en voz baja. Pareció  transcurrir una eternidad antes de que alguien pensara en aplaudir, y a partir de entonces la ovación fue interminable. Yo estaba  al fondo de la platea, y observé a un señor anciano de apariencia  distinguida que iba acompañado por el pasillo, hablando excitado con el que a  todas luces era su secretario o su asistente. Más tarde supe que se trataba de  Bernard Gimbel, el director de una cadena de supermercados, quien esa noche dio  la orden de que en sus negocios no se despidiese nunca más, por motivos de  edad, a ningún empleado. 
	 
    En el siguiente párrafo habla de  los visitantes que viajaron de Nueva York en los días sucesivos, para ver la  obra, entre ellos Kurt Weill y su esposa, Lotte Lenya, en compañía de Mab, la  esposa de Maxwell Anderson; y que Weill le miraba meneando la cabeza sin decir  palabra, y lo que Mab dijo: “Es la mejor pieza de teatro que se ha escrito nunca.” Un elogio sorprendente en labios  de la esposa de un dramaturgo tan bueno y exitoso como Anderson, a quien se  deben obras como Cayo  Largo y Juana de Lorena, que él mismo adaptó al cine (Juana de Arco)  para que Ingrid Bergman se luciese en una de sus mejores actuaciones ante la  cámara. 
	
    Un paréntesis. La frase de Mab Anderson me  mueve a hacer un inciso y romper una lanza por el que pienso que sí ha sido el  mejor drama escrito en el siglo pasado. El 10 de mayo de 1921, en el teratro  Valle, en Roma, el repertorio universal se enriqueció con una obra maestra  insuperada hasta la fecha: Seis  personajes en busca de un autor, de Pirandello.  Alguien que sabía tanto de teatro como George Bernard Shaw, la consideraba la  más original y poderosa de todos los tiempos.  
	Pero estos tres son maximalismos, y ninguno  de ellos hace desmerecer algunas obras de Sófocles, Shakespeare, Lope –¡Fuenteovejuna!–, Calderón, Molière, Schiller,  Ibsen, Chéjov, O’Neill, Brecht, Tennessee Williams y el propio Shaw,  indiscutibles en la antología más estricta que seleccionase la mismísima Talía.  Junto con la de Miller, claro está, y es hora de que vayamos cerrando este  paréntesis.  
	Arthur Miller no es tan sólo el autor de Death of a Salesman. En su amplia bibliografía figuran obras de una calidad inmensa: Todos eran mis hijos, Las  brujas de Salem, Panorama desde el puente, Después  de la caída, Incidente en Vichy...; bastaría esta media docena de piezas para asegurarle un lugar  de honor en la historia de la literatura dramática. Pero son muchas más las que  salieron de su pluma, amén de radioteatros y guiones de cine (The Misfits, que protagonizara su entonces esposa, Marilyn Monroe, junto a Clark Gable y Montgomery Clift, ¡que  trío de ases!)  
	Hay también un par de novelas firmadas por  él, amén de sus memorias ya mencionadas, que en español se titularon Vueltas al tiempo, y varios tomos de ensayos, entre los que siempre destaco el  prefacio a su venturosa versión de Un enemigo del pueblo, de Ibsen, prefacio que es una obra maestra de inteligencia  aplicada al entendimiento de una obra y un idioma ajenos. Tampoco olvidaré,  sería injusto, los dos volúmenes con sus impresiones de viaje por la Unión  Soviética (In  Russia, 1969) y por China (Chinese Encounters, 1979), ambos ilustrados con  las imágenes captadas por su tercera esposa, la fotógrafa austríaca Inge  Morath. 
	
	
    Pero La muerte de un viajante es de lejos la que cimentó su  fama mundial, la que se sigue y sigue representando sin que haya perdido  un ápice de actualidad; antes bien, como si los tiempos hubieran ido  acrecentándosela. Incluso en algún lugar que sería inverosímil pensar en él  como posible escenario del montaje de una obra tan acendradamente  estadunidense. Algún lugar como, por ejemplo, China. 
	Pasados los horrores, y los errores, de la  Revolución Cultural (la cual le costó la vida a uno de los mejores dramaturgos  del mundo, Lao She, autor de esa obra imperecedera que es La casa de té),  el Teatro del Arte del Pueblo, de Pekín, invitó en 1983 a Miller para producir  y dirigir La  muerte de un viajante en la capital china. Fruto  de aquella experiencia fueron no sólo la escenificación de la obra, sino además  un libro fascinante, que la corrección política de la época hizo que se editase  en inglés como Salesman  in Beijing, y en castellano “El viajante” en Beijing. 
	De ese precioso libro deseo citar en  extenso un pasaje iluminador del resto. Dice Arthur Miller: 
	
    Ahora me  entero de que en el mismo lugar en que nos deja y nos recoge el auto cada día,  los Guardias Rojos rodearon a unas cuarenta personas que trabajaban en los  distintos departamentos, tanto actores como  escritores, entre ellos el más notable, el novelista y cuentista, y el  más prolífico y mejor dramaturgo de China,  Lao She, cuya obra El  chico del rickshaw había tenido gran éxito en  Estados Unidos. Tal y como lo expondría As Ying: 
	 –Cada actor de este teatro, y los de toda  China, es fruto de las obras de Lao She. 
	La casa  de té, de Lao She, es para la compañía lo que fue La gaviota (de Chéjov) para el Teatro del Arte, de Moscú, bajo Stanislavsky:  su sustento nutricio. Ya de más de sesenta años se mostró en total desacuerdo  con aquellos ardientes maoístas que finalmente, aquella noche, le separaron del  grupo en el patio, le riñeron, se burlaron de sus despreciables formas  burguesas, de sus obras, de sus pretensiones, de su carácter, exaltándose hasta  el punto de abusar físicamente de él. Intervino un policía de Beijing antes de  que le golpeasen, y tras asegurar a los jóvenes milicianos que él se sentía tan  ultrajado como ellos por Lao She, consiguió liberar al escritor de sus garras y  ponerlo bajo su custodia. Lo retuvo consigo hasta altas horas de aquella noche,  cuando creyó que se encontraba lo suficientemente a salvo como para permitirle  regresar a su casa. En vez de ello, Lao She  se dirigió hasta cierto estanque cerca del parque Beihai, donde la gente  lo vio pasear a lo largo de sus orillas, en la oscuridad, mostrando un aspecto  de lo más desanimado. Pero al parecer nadie intervino, por lo menos no de una  forma lo bastante decisiva, y a la mañana siguiente su cuerpo fue encontrado  flotando en el agua. Así se “revolucionó” este teatro.  
	Además de traicionar a un genio, este  movimiento no produjo nada, en los diez años siguientes, que alguien quisiera  llevar de nuevo al escenario. 
	 
    Seguir los ensayos de La muerte de un viajante en Pekín, viéndolos a través de los ojos del autor de la obra y  director de su puesta en escena, es toda una lección de aprendizaje de la  Historia y del encuentro de culturas tan ajenas, e incluso contrapuestas.  Mencionaré nada más, como botón de muestra, los problemas que enfrentaron  Miller y sus intérpretes a causa de que los parámetros socio-vitales eran harto  distintos. Sin ir más lejos: el espectador chino no lograría jamás entender  que Willy Loman se suicide simulando un accidente, para que su esposa, siendo  ya viuda, cobre un buen seguro de vida... ¡En China no existe –o al menos no  existía en 1983– esa invención tan característica del capitalismo que son los  seguros de vida!  
	
  
    Imagen de una de las puestas en escena 
      de Death of a Salesman
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    De cualquier manera, Miller tiene ocasión  de constatar que su elenco domina el texto, hasta el punto de provocar esta  observación de la actriz que va a interpretar el papel de La Mujer: “–Nos  sorprende siempre ver el buen ojo que tiene usted –dice Liu Jun, y se echa a  reír. No podemos prescindir de nada, ni de  una sola línea.” Y el autor y director extrapola: “De nuevo atribuyo  esto a la increíble traducción de Ying Ruocheng. La obra dura ahora tan sólo  dos minutos más que en inglés, algo que no es posible ni siquiera en francés o  en alemán.” 
	Pero luego los problemas derivados de las  tradiciones teatrales autóctonas, que no se avenían con las propuestas de  Miller; por ejemplo haciendo que nada más usaran pelucas algunos personajes, a  fin de remarcar con ellas el paso del tiempo: 
	
    Todo esto nos  ha dejado con una peluca para Tío Ben y otras para Willy, Howard y Charley: a  Howard con objeto de hacerlo más joven, a Charley para avejentarlo un poco.  Como es natural todos están allí con el desacostumbrado cabello colgándoles de  las manos, como una banda de indios después de una excursión de escalpelo de  cabelleras, asintiendo de manera expresiva y de indudable total acuerdo entre  sí respecto a que todo el montaje está ahora amenazado. Una obra china sin  pelucas: algo parecido a hacer representar a los actores en cueros. 
	 
    Miller contó a su favor todo el  tiempo con la indudable ventaja de que Inge Morath dominaba el chino y eso le  permite incluso registrar algún apunte risueño: “Pequeña Golondrina, nuestra  diminuta guía china, es dulce, cariñosa y muy competente, pero al saber que  Inge es capaz de servirme de intérprete tan rápidamente como sea necesario,  permite que su mente vagabundee, y duerme, además, una barbaridad.” O este de  un viaje en tren: “Nunca he sido capaz de dormir en un vehículo, auto, tren o  avión, y el coche-cama de Beijing a Datong no escapó a la regla, aunque se  tratase de un tren limpio, que funcionaba bien –con la natural excepción del  poderoso tifón de amoníaco del lavabo. El tren parece de tipo soviético y es  muy cómodo, pero todas las estructuras socialistas que he visto tienen unos  retretes que derivan de un único modelo diseñado por la Iglesia ortodoxa en la  Rusia zarista, para asegurarse de que al hombre  nunca se le permitirá olvidar la corrupción de la carne.” 
	El estreno de La muerte de un viajante en Pekín fue apoteósico, en un momento de grave  tensión entre ambos países: ruptura de relaciones culturales a causa de que la  mejor tenista china, Hu Na, durante una gira del equipo nacional, eligió la  libertad solicitando asilo político en California. “Esta noche –anota Miller–,  una obra mía es nuestro único contacto cultural con China, contacto por el que  sin duda el Departamento [de Estado] se muestra agradecido. Esta idea me hace  muy feliz a causa del poder del Arte.” 
	  
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