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Latinobarómetro. Subrayados
S

egún la síntesis divulgada por el investigador Christian Uziel García Reyes, los resultados del Latinobarómetro 2015 son especialmente desoladores para México porque reflejan el malestar de sus ciudadanos con la democracia, el Congreso, las elecciones y la economía. Veamos: A pesar de que casi la mitad de los mexicanos (48 por ciento) manifiesta su apoyo a la democracia sobre cualquier otra forma de gobierno, México es el país latinoamericano con menor satisfacción con ella (19 por ciento) frente a Uruguay (70 por ciento), Ecuador (60 por ciento), Argentina (54 por ciento) y República Dominicana (54 por ciento) que encabezan la lista. En otras palabras, la diferencia entre apoyo y satisfacción con la democracia arroja casi un tercio de demócratas mexicanos insatisfechos (29 por ciento). Además, sólo uno de cada cuatro ciudadanos (26 por ciento) considera que las elecciones son limpias y apenas 17 por ciento se siente representado por el Congreso. Por si fuera poco, el malestar con la economía, dato crucial para medir la satisfacción, alcanza en México a 13 por ciento, sólo por encima de Brasil (11 por ciento) y muy por debajo de Uruguay (52 por ciento), Ecuador (44 por ciento) y Bolivia (42 por ciento). Cae por su propio peso que las cifras ilustran la magnitud de un problema latinoamericano cuyas explicaciones y alternativas no son tan obvias como parece. De ahí el interés del último Informe, algunas de cuyas ideas generales me permito recoger como subrayados para una lectura productiva.

¿Dónde estamos? Vista en su conjunto, primera vez, indica el Informe, en Latinoamérica los ciudadanos latinoamericanos gozan de libertades cívicas y políticas reconociendo la manera en que la democracia las garantiza. Las libertades económicas, sin embargo, estuvieron y siguen estando restringidas por la pobreza para una cantidad aún muy sustantiva de la población. Los avances, el crecimiento, las reformas, la expansión de derechos y la expansión de acceso a servicios han llegado sin duda a un segmento de la población que nunca antes había podido disponer de ellos. Esta polarización determina en buena medida la dinámica de la democracia y sus grados de aceptación.

Aumenta la protesta no autorizada. Ese vaso mitad lleno trae consigo la impaciencia, la incertidumbre y la angustia de no retroceder, cuando viene una pausa en el ciclo de prosperidad, tal como la desaceleración actual, produciendo la protesta ante las inminentes amenazas que se ciernen sobre lo logrado. Al mismo tiempo trae consigo la ansiedad de seguir avanzando, entre los que están a la espera. Esto genera un segundo motivo para protestar. La protesta se manifiesta de muchas maneras, desde luego en la calle de manera totalmente no convencional, sin autorización en sus múltiples formas. Y luego, más solapadamente, en el ausentismo electoral y verbalmente en las redes sociales. Las formas de protesta se han diversificado y sofisticado.

Lo que antes era una anomalía (como forma de participación en las democracias liberales): la protesta no autorizada, hoy en América Latina es lo usual. La participación es quizás el indicador más duro que diferencia la democracia de tipo liberal, de lo que sucede en la región. El ciudadano que protesta no está afiliado a nada, no protesta desde adentro del sistema político o social, sino desde fuera, como individuo. Tampoco constituye masa crítica para ser abordado por el sistema político, sino que actúa sólo, circunstancialmente se pone de acuerdo con otros, sin permanencia en la coordinación. Ergo, el sistema político pierde la capacidad de representar a ese ciudadano empoderado. No lo sabe convocar, ni lo ha convocado.

Crisis de representación. La atomización del sistema de partidos es en parte consecuencia de ese fenómeno, y continuará atomizándose. Sólo 31 por ciento se siente representado por el gobierno, y 23 por ciento por el Congreso, lo que muestra la magnitud de la crisis de representación en que estamos inmersos. Por una parte hay gran demanda de pluralidad y por la otra una demanda de representación. Sólo algunos logran entrar al sistema político y sentirse representados. La pérdida de la capacidad de representación es también una consecuencia de ese fenómeno. A ello se le agrega la pérdida de capacidad de los actores políticos para tener la legitimidad de líderes, que convoquen y aglutinen esas demandas. La crisis de representación se refleja en el proceso de atomización del sistema de partidos, en muchos países de la región.

Desigualdad imparable. El vaso mitad vacío trae, por su parte, una población que mira desde afuera la fiesta en la villa iluminada a la cual ellos no han sido invitados. Se oye la música y las risas, mientras ellos están en la oscuridad y el silencio. El contraste marca una barrera entre ricos y pobres, donde la clase media (la misma que se siente insegura) es vista como los ricos, mientras ellos se autocalifican como pobres. Es una simple dicotomía, entre la luz y la oscuridad, o estás en la fiesta de la prosperidad o estás afuera de ella. La clase media fue invitada a la fiesta y, por tanto, ellos son vistos como ricos por los que están afuera; la categoría de clase media es una sofisticación de los analistas, no refleja la manera en que los ciudadanos ven sus vidas. Eso se hace más complejo cuando observamos que muchos de los que se podrían clasificar como clase media están también afuera de la fiesta. Esa población se autoclasifica como pobre, tienen hoy muchos más bienes materiales que hace 20 años, pero la distancia con los ricos parece no acortarse. Ese es el dilema de Pareto, la distancia no se acorta, sin importar cuánto avances.

La lectura del Informe ayuda a entender mejor nuestra propia, específica realidad, saber cómo y por qué hemos llegado hasta aquí tras un proceso muy largo, accidentado y complejo. Por lo pronto, en nuestro caso, habría que examinar si los problemas no surgieron, justamente, de la pretensión de transformar al régimen político –y los fines del Estado del siglo XX– desde la electoralidad sin propiciar una reforma integral, refundadora abierta al futuro. Esa modernización a medias no llenó el vaso de la democracia, pero nos hereda todas las insatisfacciones. El déficit democrático no depende de una institución. Está en todas partes. Mientras, el desarrollo se estanca y se multiplica la desigualdad que nos define como país.