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El 68, Ayotzinapa: inasimilable e irrepresentable
L

os hechos poseen una realidad tan evidente que turba cuando no irrita. Irritación que es defensa a una rabia contenida a punto de estallar. El país envuelto en un resplandor que se difracta envuelto entre pequeña luz esperanzadora y sombras, muchas sombras: entre la vida y la muerte.

Con el frío climático de esta época, los de la pobreza extrema, los campesinos marginados, se andan alimentando de tamales de viento en manteca requemada y atole aguanieve de lágrimas y chocolate para tener la cabeza más despejada y aprovechar las salidas fugaces de un sol exangüe y poder acostarse en cama de polvo empedregado aprovechando el viento al aspirar sin agua el polvo y la basura chorreando, dando muestras de solidaridad política de altura, purgados con cocimientos de hambre, flemas y desnutrición y cuidando los genitales, única defensa ante los ventarrones de la política del alza de los costos de la vida, y la crueldad en el umbral más alto: los 43 de Ayotzinapa desaparecidos hace un año.

Se pretende explicar lo inexplicable, hacernos tragar un anzuelo, sin nada que masticar. Locución gruesa, blasfema a su modo, despegar más allá del menester tradicional.

No queda de otra a los familiares de los normalistas de Ayotzinapa y a la sociedad que enamorarse más y más de La Llorona vestida con su chal negro bordado de colores hierbabuena, mandarina y granada en que resaltan unos ojos café madera que se confunden con montañas de café con leche endulzadas con piloncillo salitroso, mientras devoran vendavales invisibles en camas de arena de piedra, en la cachonda promiscuidad que vuelve a cada una de sus mujeres una Llorona.

Ante Ayotzinapa se insiste en las políticas occidentales, mediterráneas, basadas en el logofonocentrismo y la unidad que rechaza cualquier oposición y considera secundarios los efectos: las vivencias de los que se hallan al margen (¿qué acaso sentirán?) y sus opiniones confusas e incongruentes. Al fin y al cabo las definiciones teóricas son proporcionales al desprecio por los que nada tienen, sólo sensaciones, que incluyen la crueldad.

Hay sucesos como Ayotzinapa que por el impacto que ejercen sobre nosotros paralizan la capacidad reflexiva, impresionan y lastiman al yo desorganizándolo. Lo que conduce a experimentar los afectos y sensaciones más extremos: horror, terror, impotencia, indefensión, confusión extrema y sufrimiento en aumento, síntesis de lo que llamamos crueldad. Al no existir la posibilidad de recuperarse de la intensidad del primer impacto y los sucesivos, resulta imposible instaurar la capacidad reflexiva, el juicio crítico, la racionalidad.

En relación con el tema que nos ocupa, llama la atención el pensamiento de Jacques Derrida, filósofo francés que alerta sobre el hecho de que en el tono de la crueldad hacemos como si nos pusiéramos de acuerdo sobre lo que el concepto quiere decir. Grausamkeit sería la palabra empleada por Freud, que no se asocia con el derramamiento de sangre, sino más bien alude –Ayotzinapa– al deseo de hacer sufrir o hacerse sufrir por sufrir. Derrida parte de la hipótesis siguiente: “si hay algo irreductible en la vida del ser vivo que llamamos hombre, es la psyche… y si eso irreductible en la vida del ser animado es la posibilidad de crueldad, entonces ningún otro discurso teológico, metafísico, genético, fiscalista, cognitivista, jurídico, etcétera, sabría abrirse a esta hipótesis. De acuerdo con esto, el único discurso que podría hoy reivindicar el tema de la crueldad síquica como propio sería: el nombre de eso que, sin coartada teológica ni de otra clase, podría volcarse hacia lo que la crueldad síquica tendría de más propio. ¿El sicoanálisis?