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A la mitad del foro

El grito de la Llorona

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El diario El País publicó porciones de una encuesta según la cual un gran porcentaje de nuestros compatriotas dijo no saber que México se independizó de EspañaFoto Víctor Camacho
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evivió entre las llamas de la violencia y la miseria de la hambruna en puerta el añejo reclamo de la reacción que demanda la repatriación de los restos de don Porfirio. El de los tiempos en que Dios era omnipotente y el señor don Porfirio presidente, diría Renato Leduc. Ya no son las viejecitas que rezan el rosario las que gritan su añoranza y piden que los restos del héroe del 2 de abril sean desenterrados del panteón Père Lachaise y devueltos al país donde reina la confusión.

¡Ay mis hijos!, grita la Llorona del vuelco finisecular que levantó la putrefacta Torre del Bicentenario a las puertas del alcázar de Chapultepec. ¿Quién ha negado que el fiero oaxaqueño combatió a los franceses y escapó dos veces de las prisiones militares del imperio de opereta que trató de imponer aquí Napoleón el Pequeño? Pero no hicieron falta tres décadas de dictadura, con sus periódicos simulacros electorales, para que Díaz mostrara el rostro de la tiranía. Casi recién llegado al poder enviaría al estado de Veracruz el infame telegrama a su compadre Luis Mier y Terán: ¡Mátenlos en caliente! Y de ahí a la dictadura interrumpida por la revolución que iniciara Francisco I. Madero.

En el Ypiranga partió al destierro el dictador, el liberal transformado por el poder irrestricto y la obsesión de mandar, de ser el único capaz de conducir el reformismo modernizador del país bestialmente desigual, que padeció un siglo XIX de guerras, invasiones y la excomunión papal dictada desde el Vaticano al país entero que supo darse la Constitución de 1857. La generación que pactó las reformas estructurales para modernizar al país pasmado en la desigualdad, ensangrentado por la violencia criminal, creyó llegado el momento de señalar el rumbo del movimiento en el que aseguran haber puesto a México. En el tercer milenio. Y en la opacidad de la desmemoria.

Como si no hubiera graves problemas sociales en el incierto presente, convocan a reivindicar al dictador; encargan a los cruzados que deforman la historia oficial para que en las fiestas patrias, en la conmemoración del 13 de septiembre, siembren dudas sobre la veracidad del combate y sacrificio de los Niños Héroes. Imposible acallar la respuesta de los cadetes de hoy día que responden al pase de lista: ¡murió por la patria! Pero es más que factible sacar una verdad del arcón de los recuerdos y gritar que Miguel Miramón, el joven Macabeo de los conservadores, fue cadete del Colegio Militar y también combatió a los invasores estadunidenses. Pero Miramón no murió en la defensa de Chapultepec, sino en el Cerro de las Campanas, fusilado junto al fallido emperador Maximiliano.

Benito Juárez tenía razón: el triunfo de la reacción es moralmente imposible. Pero no lo es la persistencia de la desigualdad, de las visiones opuestas, confrontadas, de lo que es y debe ser la nación, libre y soberana. Nadie niega el patriotismo de Miramón. A fin de cuentas, su visión de la patria lo llevó a servir a la marioneta que los conservadores de su tiempo fueron a ver en Miramar para ofrecer la corona de un inexistente imperio mexicano. Don Porfirio, el pecho cubierto de medallas, presidió las fiestas del centenario de la Independencia; ya no era el joven que años antes combatió a las tropas francesas que pretendían imponer un emperador a la nación mexicana. Era el viejo dictador que se sobrevivió a sí mismo. La derecha panista, los oligarcas del sistema plural de partidos piden ahora el retorno de sus restos, desenterrar el cadáver de Père Lachaise para enterrar la revolución social de los de abajo que siguió a la derrota del traidor Victoriano Huerta.

Si todo esto no fuera sino un debate bizantino entre nostálgicos del nacionalismo revolucionario y los herederos de la aristocracia pulquera que se subió al ferrocarril modernizador y financiero en tiempos del viejo dictador, estaríamos ante una versión más de los recuerdos del porvenir, sin el talento extraño de Elena Garro, sin las voces de las brujas de Macbeth en el camino al abismo. Pero el alarido de la Llorona llegó de ultramar, en la voz cultivada y culterana del embajador de México ante el reino británico. La noche londinense de este 15 de septiembre el embajador Diego Gómez Pickering dio el grito: ¡Viva Porfirio Díaz! Y como para exhibir una fingida ignorancia, añadió un ¡Viva Emiliano Zapata! ¿La Independencia? Bien, gracias.

En estos días publicó el diario El País porciones de una encuesta cuyos resultados exponían una ignorancia supina de los mexicanos. Un gran porcentaje de nuestros compatriotas ignora, dijo no saber, que México se independizó de España. Del yugo español, dirían mis maestros de primaria. Increíble en esta tierra que cada 15 de septiembre llena las plazas de todos los pueblos para gritar vivas a México y a los héroes que nos dieron Patria y Libertad. Con mayúsculas, aunque valga un palmetazo de dómine de algún puntilloso corrector. Pero en esta era de suspicacias justificadas y de absoluta incredulidad ante hechos y palabras de la clase gobernante, lo inconmensurable es que el embajador Gómez Pickering sea un valido de Aurelio Nuño, del flamante secretario de Educación Pública.

Ya ofreció disculpas el elegante diplomático que reconcilió en un solo golpe de voz al dictador Porfirio Díaz y a Emiliano Zapata, el calpulelque de Anenecuilco que tomó las armas para combatirlo y recuperar las tierras robadas por las haciendas que necesitaban mayor espacio para acomodar los cultivos de caña y los ingenios de la modernizadora agroindustria. Hay diferencias irreconciliables. En la agonía del porfiriato los campesinos del sur grabaron con sangre que la tierra es de quien la trabaja; el 23 de septiembre de 1965 un pequeño grupo de campesinos, estudiantes, maestros y líderes agrarios asaltó el cuartel del Ejército en Madera, Chihuahua: murieron soldados y guerrilleros.

El entonces gobernador de Chihuahua, general Praxedis Giner Durán, llegó a Madera y ordenó que se enterrara a los guerrilleros en una fosa común: ¿Querían tierra? ¡Échenles hasta que se harten! Y el cura del pueblo se negó a darles cristiana sepultura. De ese gesto de barbarie no se quejaron los ricos del norte criollo ni los adinerados de la capital de la República y del sur indígena y pobre. Cosas del mito de los de arriba, que fingen ignorar que en el norte hay tantos indios como en el sur. Todo ha cambiado con el vuelco finisecular de 1997, pero nada altera la eterna confrontación del partido conservador y el del progreso.

Menos mal que el secretario de Educación, valedor del elegante señorito del Grito ¡Viva Porfirio Díaz!, está atrapado en la red del futurismo, en plena precampaña por la candidatura del PRI que se acomodó a los modos de la democracia sin adjetivos. Futurismo de movimiento continuo, en el que la ausencia de ideas y de ideologías desplaza al sistema plural de partidos con la entelequia de las candidatos independientes. Ciudadanos, dice Miguel Mancera, jefe de Gobierno del Distrito Federal que quiere ser candidato a la Presidencia de la República, sin tomar partido más que por sí mismo.

Todo es posible entre los gritos de la Llorona y los revisionistas. En el PRD abuchean a Jesús Zambrano por haber pactado con Enrique Peña Nieto y anuncian alianzas con el PAN, para arrimar su sardina al fuego del poblano Rafael Moreno Valle. Andrés Manuel López Obrador lanza anatemas a los achichincles de la mafia. El PAN se desmorona. Y el PRI sonríe desde el salón lleno de espejos en el que Zapata y don Porfirio bailan el vals con el que soñaba la tortuga.