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Sin dudar, el tenor aceptó participar en el homenaje en la Plaza de las Tres Culturas

Plácido Domingo dirige un recital en Tlatelolco por las víctimas del 85

Desde diplomáticos y personajes de la cultura hasta vecinos, frailes franciscanos y los heroicos topos llenaron las 3 mil sillas dispuestas en la explanada

Asistieron a la emotiva interpretación de la Misa de réquiem de Giuseppe Verdi a cargo de la soprano María Katzarava y la OFCM

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María Katzarava en plena interpretación de la pieza, dotada de carga emocional, dirigida por el tenor españolFoto María Luisa Severiano
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En la explanada y desde el edificio Chihuahua, los vecinos disfrutaban el recitalFoto María Luisa Severiano
 
Periódico La Jornada
Domingo 20 de septiembre de 2015, p. 2

Plácido Domingo, el carismático tenor que llena salas de conciertos por todo el mundo cada semana, recibió a principios de año una invitación por intermediación de José Areán, director titular de la Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México (OFCM), para participar en un acto musical en memoria de los muertos por el sismo de 1985. Sin consultar su agenda respondió que sí. Nunca preguntó cuánto le pagarían. No cobraría un centavo.

Cuando le propusieron que dirigiera la orquesta que tocaría el Réquiem de Mozart respondió de inmediato: “No, la Misa de réquiem de Giuseppe Verdi”. Lo cual, recuerda Areán, nos metía en un aprieto. Sopranos para el de Mozart hay muchas. Pero voces para la carga emocional de Verdi no tantas.

El director musical barajaba varios nombres en su cabeza cuando llegó la sugerencia –terminante también– de Domingo: María Katzarava, joven estrella de la ópera (apenas 31 años) nacida en México. Ella también tiene conciertos programados en las principales casas operísticas hasta por tres años hacia adelante. Pero se repitió la sorprendente reacción. , dijo, sin consultar su agenda, sin preguntar por las condiciones de la contratación, sin un pero.

María Katzavara, hermosa y ya una estrella entre los cantantes de talla mundial, era esperada por muchos escuchas cautivados en la salida de los artistas. De padre georgiano y madre mexicana, ambos violinistas, nadie esperaba de María la respuesta que dio cuando le preguntaron de dónde era. No soy sólo de México, soy de aquí, de Tlatelolco. Aquí nací.

Poco a poco se fueron poniendo las piezas en el tablero. Sería un concierto magno, al aire libre. La gestión del acto sería comunitaria. Entonces empezó el trabajo de consulta y participación con los vecinos de Tlatelolco, a cargo de la directora de proyectos especiales de la Secretaría de Cultura capitalina, María Cortina. Se tejió un sólido piso de compromisos fundados en el amor de los tlatelolcas por Plácido Domingo, a quien recordaban cubierto de polvo, con un tapabocas, energético y temerario, levantando pedazos de escombro para salvar a los habitantes de los edificios desplomados de la unidad donde había crecido y donde aún vivían sus parientes.

Se propuso, como la cosa más natural del mundo, que sería la escritora y periodista Elena Poniatowska quien dijera las palabras iniciales. Ella, el hada madrina de todos los que sucumbieron o sobrevivieron al sismo; ella, que interpreta las cuerdas invisibles que unen el pasado prehispánico con la Noche del 68, la madrugada del 85 y el México contemporáneo, con su enorme deuda con los estudiantes normalistas de Ayotzinapa.

Se armó el programa, se hicieron las consultas, se inició la enorme labor de producción (logística, seguridad, convocatoria) que conlleva un espectáculo de esa magnitud; se dispuso del presupuesto necesario, se cuadraron todos los detalles. Faltaba Tláloc.

Es septiembre. La temporada de lluvias fuertes y el Servicio Metereológico pronosticaba un escenario de tormenta, muy adecuado para el espíritu de la obra de Giuseppe Verdi, pero pésimo para los espectadores, los organizadores y, sobre todo, para los valiosísimos instrumentos musicales que pudieran recibir ramalazos del chubasco pese al techo del escenario.

La víspera del concierto en Tlatelolco, el más famoso egresado del Conservatorio mexicano, Plácido Domingo, dirigió una ópera en Los Ángeles. Ese mismo día cantó otra ópera por la noche. Tomó un vuelo a la ciudad de México y a las 5:30 de la mañana entraba al hotel Hilton Reforma, donde se hospedó, con la fuerza del sol, a sus 74 años, muy lejos de los temores de sus anfitriones, que esperaban verlo exhausto.

Más de 3 mil sillas que cubrieron la explanada de la Plaza de las Tres Culturas esperaban, mojadas, al público que las cubrió en su totalidad. Diplomáticos y personajes de la cultura conviviendo con estudiantes de uniforme, frailes franciscanos con sus sayas cafés, rescatistas del 85 que lucieron otra vez sus trajes sucios y gastados de topos heroicos, señoras y señores mayores que recordaban con viveza el imposible paisaje de la ciudad de México hace 30 años, niños asombrados por la potencia de una música que entra directo al corazón. Y cientos de tlatelolcas.

El concierto empezó con lluvia bajo la batuta de Areán, todavía titular de una orquesta que se encuentra en proceso de cambio de dirección. La partitura de esa misa empieza, como se sabe, con un largo suspiro de los arcos de los violines apenas rozando las cuerdas hasta que los acordes explotan. Verdi en pleno.

Al segundo movimiento José Areán cedió la batuta al hombre magnífico, corpulento, de cabellos blancos. Y entonces el cielo se abrió. No sólo dejó de llover, sino que la tarde desplegó colores inesperados en el cielo, en esa cuenca entre edificios que es la histórica plaza.

Cada balcón, cada ventana del edificio Chihuahua se iluminó. De cada una asomaban racimos de espectadores maravillados desde sus palcos de privilegio. Transcurrió la hora que dura esta misa, una de las grandes obras maestras de la música de todos los tiempos.

Después de las ovaciones nacieron los primeros gritos en las ventanas del Chihuahua: ¡Que cante!, ¡que cante! El reclamo se generalizó. Desde el micrófono el tenor se disculpó, la voz agotada, las emociones en su clímax. Pidió: Por hoy, quedémonos con este Réquiem.

Pero a los mexicanos no se les dice que no tan fácil. De muchas voces empezó a salir el Cielito lindo. De la nada apareció el sombrero charro que le sienta tan bien a Plácido. Y un micrófono. A final de cuentas, el cielo, que tan bien se portó esa tarde, se había ganado su canción.