Opinión
Ver día anteriorLunes 7 de septiembre de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Agotadas utopías
S

i algo no está de moda, ni siquiera en uso, son las utopías, en el sentido de plantear un porvenir digno para todos, aún si parece irrealizable. Perdieron prestigio literario, y las utopías filosóficas del pasado, de Platón a Moro y Marx, sirven más para explicar su propio fracaso. A la vez, se ciernen utopías funestas herederas de la nazi como el fundamentalismo criminal islámico, la pretendida supremacía blanca que Trump vomita amenazadoramente, la idea de una Hungría blanca, una Eslovaquia cristiana, una Gran Bretaña sin moscas. Su imbecilidad no es ningún consuelo. Ya nadie escribe o filma sobre Arcadia, no interesa. Proliferan obras apocalípticas (esa muerte de la utopía) o bien novelas, cómics y películas de futuros chuecos y distópicos alimentados en Orwell, Huxley, Bradbury, los delirios paranoicos (hoy no tanto) de Dick y otros, con resultados a veces fascinantes, de Blade Runner y la novela que la inspiró –entrañable par de oldies– a las novelas de China Mieville o Jonathan Lethem, si no de plano Los juegos del hambre. Incluso la utopía corporativa (si tal merece llamarse) de un porvenir hipertecnológico en un mundo bajo control a escala genética ya incluye su parte negativa de incertidumbre: no alcanza para todos, habrá que reducir o aislar con muros a la población restante, los recursos y el planeta están dando de sí, etcétera. En fin, Monsanto, Shell y demás saben que tienen patas de palo, que su proyección luminosa no es tal. El capitalismo que encarnan es el sistema que rige la casi totalidad del mundo habitado y no habitado, opera en el corto plazo, y sabe que miente.

En clave religiosa siempre se han promulgado paraísos por venir que en términos históricos justifican la creación de infiernos que rebasan la imaginación. En este terreno mental, tan extendido en el mundo hoy como nunca, y como siempre, se admite con resignación, entre más gozosa mejor, que la utopía se cumplirá cuando hayamos muerto si acumulamos méritos suficientes para cotizar en el mercado de la felicidad póstuma. Una de las paradojas de la modernidad actual es que sus promesas, siendo delirantes, se venden como algo racional, científico, calculado, y no como lo que son, irresponsables apuestas de casino. A la vez, ciertas religiones masivas operan en la mente de la humanidad sin asumirse como pensamiento mágico, alcanzando no pocas veces grados de fanatismo purificador, y asesino por ende.

Este conglomerado de utopías cojas o a crédito recorre el mundo amparado en el cinismo de unos y la resignación o la fe desesperada de otros. Por lo visto, las utopías son necesarias. Como concluiría un publicista, tantos miles de millones de personas no pueden estar equivocadas. No obstante, las otrora prestigiosas o creíbles utopías desembocaron en un presente patético que nos aleja de la diestra del padre o la del profeta, del edén proletario, el sueño americano, el fin de la historia o la trasfiguración cósmica.

Así fuera como ejercicio mental, en un abrirle espacio a otras posibilidades, ¿por qué no mirar aquí cerca, ir un poco para atrás y vislumbrar que las cosas pueden ser distintas, mejores humanamente hablando, con base en experiencias y pensamientos vivos que transcurren donde nadie mira, allí donde, cuando los poderes se entrometen, las niegan pues estorban para robar y chingar? Sería excesivo hablar de una utopía india, pero en los pueblos originarios de América respiran y no sólo subyacen concepciones del mundo, la vida y sus cositas que han mostrado una firmeza y una lucidez de ya te quiero ver. Elaboradas despacio, por milenios, esas ideas prácticas chocaron con la inevitable irrupción de Occidente, terrible accidente, y les fue como en feria, pero no desaparecieron. Medio milenio después, aplastadas por las estadísticas y la demografía, bien podrían ofrecer alternativas para un mundo global y entrelazado hasta la insania que se está quedando sin opciones y se niega a hacer algo al respecto.

Mal que bien, los pueblos que viven bajo esas concepciones siguen alimentando a las ciudades del continente, como las nuestras. Parece un milagro. Defienden sus circunscripciones, algunas milenarias, todas ancestrales, dentro de Estados nacionales que se disuelven. Tanto afán de Altamirano, Ramos, Paz o Monsiváis por desentrañar y apuntalar lo mexicano, para que la identidad al fin revelada se desvaneciera en guerritas horrendas e inútiles y la cesión territorial, económica y moral de todo lo mexicano a la avaricia legal e ilegal de capitalismo tardío.

La filosofía del Buen Vivir que han articulado en el sur los pueblos andinos y amazónicos, con sus refulgentes expresiones en países muy heridos como Colombia, Guatemala y México, pareciera infinitamente lejana para el mundo urbano, industrial y ambicioso en que operamos. ¿Y si hubiera algo ahí que no sea la baba de perico de políticos, locutores y predicadores? En alguna parte son reales. ¿No habrá algo que aprenderles? (Podría continuar.)